La musa y el pintor - Excelencia Literaria

La musa y el pintor

Roberto Iannucci Mira

Ganador de la XIII Edición

www.excelencialiteraria.com

Hubo tres golpes secos. Luego se abrió la puerta del taller con un chirrido de bisagras oxidadas. Al oír el ruido, Sandro alzó la vista del lienzo, y se le dibujó una sonrisa al ver quién acababa de entrar.

Fiorella se quedó junto al umbral. Sus ojos azules se fueron posando en cada una de las cosas que abarrotaban el viejo taller. Se había puesto un llamativo vestido rojo y negro, y llevaba la cabellera dorada recogida en varias trenzas. Su rostro, sin maquillaje, parecía de mármol.

─Tu aprendiz dijo que me llamabas ─susurró con voz suave, clavando la mirada en Sandro.

─Así es ─afirmó el artista, intentando ocultar el nerviosismo de su voz─. Quiero que veas cómo ha quedado.

Ella se acercó con lentitud hacia el lienzo. Con cada paso, Sandro sentía que el anillo que tenía oculto en la mano pesaba más y más. Y cuando Fiorella se detuvo, el pintor necesitó hacer un esfuerzo sobrehumano por mantener el puño cerrado.

La joven tardó un par de minutos en abrir la boca. Hasta ese momento ambos habían permanecido en completo silencio, contemplando el retrato, envueltos por el canto de las cigarras del jardín y las risas de unos niños que jugaban unas calles más allá, aprovechando el sol de la tarde de verano.

─Es… tan hermoso ─sentenció al fin, con los ojos brillantes─. El balcón, la hiedra que trepa por la pared, el cielo… Y, sobre todo, ella. Ella es lo más hermoso de todo.

─Pero si ella es solo una burda imitación de la realidad ─dijo Sandro, acariciando con la mano libre la espalda de Fiorella─. Si es hermosa, entonces no hay palabras para describir a la musa que me ha inspirado.

Fiorella no contestó al halago, aunque tampoco pareció molesta. El silencio se instaló de nuevo en el taller, hasta que la joven despegó los labios para confirmar, aún sin apartar los ojos del lienzo:

─En realidad, le he dicho a tu aprendiz que me era imposible verte hoy.

Sandro no la escuchaba. Se encontraba ocupado buscando la fuerza y el valor para abrir la mano y proponerle matrimonio. Llevaba diez años retratándola en diferentes obras, tiempo más que suficiente como para conocerla bien y haberse enamorado perdidamente. Pero le costaba confesárselo.

Un fuerte dolor en el pecho interrumpió el hilo de sus pensamientos. Aturdido, incapaz de comprender lo que ocurría, bajó la cabeza para descubrir la punta de un puñal que sobresalía en su pecho. Rápidamente, una rosa de sangre se dibujó en su camisa.

Sandro se tocó la herida con manos temblorosas, como para cerciorarse de que aquello era cierto, que había sido apuñalado, y levantó la cabeza en busca de su amada, a la que con sus ojos hizo la pregunta que sus labios eran incapaces de formular.

─Lo siento ─no había rastro de arrepentimiento en Fiorella, cuya voz sonaba con frialdad─. He encontrado a otro artista mejor al que inspirar.

Ella extrajo el puñal con la misma facilidad con que se lo había clavado, lo lanzó a un rincón del taller y huyó con sigilo, sin mirar atrás una sola vez.

Con los dedos temblorosos y llenos de sangre, Sandro se acercó al lienzo que aún reposaba en el caballete y acarició el rostro de la imagen de su amada. Parecía real, la sonrisa dulce y los ojos brillantes, azules como el mar. Mientras la vida se le escurría, el artista se lamentaba de haber perdido a su musa.

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