Mis obligaciones como delantero - Excelencia Literaria

Mis obligaciones como delantero

Alejandro Caicedo

Ganador de la XII edición

www.excelencialiteraria.com

 

La primera vez que me aseguraron la titularidad en el equipo, fue en enero de hace tres años, y voy a decir la verdad: cuando el alemán que nos entrenaba por aquellos días me convocó en su despacho y me dijo con la cara fría y los labios secos que confiaba en mí para formar pareja de ataque con el austriaco, se me subió la tensión y sentí que se me bajaban las persianas.

Aquel año el equipo había comenzado la temporada haciendo gala de una irregularidad y un tedio preocupantes. Durante esos meses la gente me paraba cuando iba al centro a ver a Cecilia; me rogaban que jugara el siguiente domingo. Como siempre tenía prisa, les decía que sí con una sonrisa comprensiva. Qué idiota debían pensar que soy si creían que jugar o no dependía de mí. Cuando llegaba tarde y se había enfriado la comida, me ganaba una tarde de caras largas y comentarios irónicos por parte de Cecilia. No sé qué se podía imaginar que hacía yo en el camino que hay desde el entrenamiento hasta su piso, en Carrer deL´Ample. Si le contaba mis escaramuzas con los aficionados desilusionados, que deseaban leer mi nombre en el L´Sportdel sábado como titular del domingo, ella me llamaba mentiroso y me sugería con agresividad que me comiera el Esgarraet.

—Está bien, me lo como, pero no te estoy mintiendo —le respondía con la cuchara en la mano—. ¿Cómo te ha ido la clase de contabilidad?

—Ni fu ni fa. Con tanto número no hay quien se aclare.

Siempre le decía que si se sentía agobiada por los estudios, podía dejarlos. Ella me respondía de mala gana que no necesitaba mi aprobación para estudiar ni para dejarlo. Y yo me callaba, porque tenía razón.

Cuando empezaron a llegarme las convocatorias semanales, dejé de preguntarle tan a menudo cómo le iba con los libros, pero siempre estuve muy atento porque quería que tuviera una carrera universitaria para valerse por sí misma. Me ponía muy tenso pensar que si dejaba de meter goles, no iba a poder mantenerla, así como imaginar todo lo que me habría dicho su madre si la viera pasando penurias.

Cuando por fin me asenté como titular, la afición me recibió con ilusión. Les respondí el primer año con catorce goles, que pudieron ser veinte si el alemán me hubiera dejado tirar las faltas. El segundo año empecé a comer en la mesa con los capitanes, con Castro, Neeskens, Rexach y Migueli. Un día Neeskens dejó caer, en su dialecto particular, la pregunta de cuándo iba a casarme. Los demás guardaron un silencio expectante. Como tampoco estaba muy seguro, le respondí como buenamente pude.

—Los desmarques para el partido —dijo Castro, muy serio, y yo me acojoné—. Estas cosas cuanto antes, mejor.

—Por ahora no hay necesidad de boda —contesté, fiándome del presentimiento de que no se iba a enfadar más de lo debido.

—Bueno, pues come y dale vueltas al asunto.

Desde que comencé a meter un gol por partido, no podía ir caminando a visitar a Cecilia en su piso sin que me persiguieran en busca de un autógrafo o de las camisetas de entrenamiento que llevaba en mi bolsa. Tengo la costumbre de firmar todos los autógrafos de forma distinta, por si alguna vez le da problemas a un cazafirmasa la hora de identificar cuál es mi verdadera. Lo hago porque si no fuera por ellos, no habría esta ansia por conseguir un garabato.

Poco a poco fui dejando de ver a Cecilia y eso me forzaba a buscar formas de compensárselo. Y la más llamativa que encontré llegó la noche en la que fuimos a ver a Los Pecos.

Había coincidido con uno de ellos unas semanas antes, en el aeropuerto. Cuando me avisó del concierto que iban a dar en Barcelona, le pedí que me mandara dos entradas buenas y que en la actuación le dirigiera un saludo a Cecilia. El cantante aceptó a cambio de unas entradas para los cuartos de Copa, la semana siguiente en Donosti, que yo le mandé por correo al día siguiente.

A pesar de que me resultó incómodo ir a un concierto en el que los espectadores me reconocían e interpelaban, a ella le hizo mucha ilusión. Eso me hizo sentirme aliviado, porque me estaba oliendo que me iba a cantar las cuarenta cualquier día, y se iba a largar con su madre. Esto último ya no me asustaba; me daba miedo lo que me pudiera decir Castro en el momento que se enterase de que no solo no me iba a casar con Cecilia, sino que estaba decidido a permanecer soltero.

Un delantero centro de veinticuatro años, con un sueldo anual de medio millón de pelasy con una temporada de veintitantos goles, era algo peligroso y él, como líder del grupo, lo sabía mejor que nadie. Así que aguanté todo lo que pude hasta el final de la temporada.

Unos días después de ganar la Copa, volví al pueblo con Cecilia para visitar a mi madre. Después, ella aprovechó para pasar unos días con la suya.

—No la aguanto más —le confesé a mi madre en cuanto pude.

Ella, que siempre ha practicado una alcahuetería muy cariñosa conmigo, me dijo que si no quería seguir con ella le aclarara la situación y santas pascuas. Eso sí, me aconsejó que fuera a hablar con la que podría haber sido mi suegra, para que en el pueblo no quedara la sensación de que estaba dejando a Cecilia con una mano delante y otra detrás.

Cuando por fin reuní el valor para anunciar mis últimas revelaciones emocionales a Cecilia y a su madre, esta comenzó a reprocharle que se hubiera ido de su lado tan pronto, detrás de un golfo como yo. Me hizo sentir culpable porque Cecilia no paraba de llorar y su señora madre me miraba furiosa, con sus rechonchos brazos apoyados en una mesa de mimbre. Enseguida volvía con el rosario de descalificativos y reproches hacia mi persona. Cuando acabó, les ofrecí la prima que me había dado el club por los veinticinco goles de la temporada. Cecilia no paraba de llorar y dudo que se enterase de mi disposición, pero su madre fue lo suficientemente rápida como para coger el talón y lo suficientemente lista como para preguntarme los horarios en los que la sucursal bancaria dispondría de los fondos. Le contesté que eso dependía de la provincia y la sucursal. Después me despedí de ellas y me marché.

«Con lo mala que eres para los números, qué suerte, Cecilia, que tengas una madre experta», pensé cuando bajaba la calle de su casa.

Aquel episodio me dejó un tanto apagado. Cuando regresé a Barcelona para dar inicio a la pretemporada, Castro lo notó. Una tarde de agosto que estábamos desplazados en Viena, me «enganchó» en el lobbydel hotel.

—¿Qué te pasa? ¿Estás triste o es que estás negociando un traspaso para largarte a Italia? —. Antes de permitirme darle una respuesta, me soltó una colleja que aún tengo marcada—. No me vengas ahora con una balada… Tienes suerte de saber qué hacer con el balón cuando te llega, lo que no es poca cosa. Ahora lo tienes tan sencillo como continuar haciendo lo que sabes. Vete a desayunar algo, anda.

Aquello me sentó como una regañina de mamá. Asumí que Castro la había cogido conmigo por ganarle la titularidad. Al día siguiente marqué dos goles más y le regalé uno más al austriaco que podría haber metido yo. Pero quise dejárselo, porque con aquel eran doce partidos que el tío llevaba sin anotar.

De vuelta a Barcelona, Castro me felicitó. Entonces comprendí que si había gol, no había problema.

Lo demás se fue solucionando por cuenta propia cuando Neeskens me presentó a Anna, una de las diseñadoras que trabajan para su esposa. Al principio me resultó un poco complicado entenderme con ella, porque en serbio no sé ni saludar y el francés me flojea por la falta de práctica. Pero poco a poco conseguimos entendernos de manera muy particular, incluyendo la mezcla de varios idiomas y de gestos. Sus hábitos han resultado ser más adecuados para mí: dejé de visitar los cines de Aribau, que tanto le gustaban a Cecilia, en los que algún aficionado siempre estropeaba la película con sus comentarios, y los cambié por esos cineclubsdel barrio chino, en los que proyectan copias saturadas de cortos de Akerman, que tanto le gustan a Anna.

Hace unos meses fuimos a un concierto de Lou Reed y aunque todos los presentes me reconocieron, ninguno de ellos se arriesgó a volar su careta de intelectual viniendo a saludar a un delantero centro de la Selección Española. Cuando sonaron los primeros acordes de una balada que hace referencia a alguien de ojos azules pálidos, Reed le dedicó a Anna una mirada y le hizo una reverencia que la dejó encantada y por la que no tuve que pedir ningún favor. La música en inglés no me disgusta, pero me avergüenza admitir que no entiendo nada de lo que dice. Incluso estoy comenzando a cogerle el gusto. Anna me trae dos discos por semana que escuchamos juntos. Cuando me intereso por una canción, le pregunto qué dice y ella me lo explica como puede.

—¿Y esta qué dice?

—Lennon pregunta cómo se siente al ser bonito.

—Ah… ¿Y a quién?

—À des gens comme vous. Ahora pregunta que, sabiendo quién eres, ¿qué te gustaría ser?

—Pues yo mismo.

Ella se ríe y me acaricia la cara con el índice y el corazón, como cuando le pregunto si le gustaría abrir una boutique en Sarajevo y me responde que no. Como siempre, yo mantengo el pensamiento en la pelota, porque ha resultado lo único que me puede asegurar todo lo que deseo y aquello que hasta ahora deseé sin saberlo.

La temporada está cerca de acabar. Castro, ayer por la tarde después del entrenamiento, me confesó entre lágrimas que ya se puede volver tranquilo al equipo de su tierra natal, pues está seguro de que nos deja en manos de un goleador como yo. Que confiaba en mí para que ganemos la final de la Recopa que jugaremos en Basilea la semana que viene. Me enterneció.

Creo que ganaremos la final. Pero ahora decido cuándo y qué comer. Ha llegado el momento de pensar en Italia y en su estimulante Calcio.

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