Cuando el confinamiento lo provoca "un virus armado": así vivió este misionero la guerra civil en el Chad

Enrique Rosich fue enviado al país africano en 1981 para llevar la palabra de Dios a unos habitantes marcados por los conflictos bélicos y la falta de recursos

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“Cuando Dios quiere entrar en tú vida, tiene muchas formas de hacerlo. Yo tenía mi vida más o menos encauzada, pero todo cambió de repente”. Así ha comenzado su testimonio Enrique Rosich durante la presentación del Domund 2020 en la sede de Obras Misionales Pontificias.

Enrique es un misionero comboniano que, desde 1981, vive en el Chad, uno de los países del Continente africano con menos recursos, y que tiene una de las iglesias más jóvenes de todo el planeta, ya que hasta el 29 de marzo de 1929 no llegaría el primer misionero a llevar la palabra de Dios entre sus ciudadanos.

Pero la vocación misionera de nuestro protagonista le llegó por sorpresa. De hecho, en la década de los setenta trabajaba en una empresa de publicidad de Madrid. Su primera relación con los combonianos llegaría a raíz de una exposición a la que Enrique acudió como curioso. De hecho, un integrante de la congregación le preguntó si estaba interesado en ser misionero. “Para nada”, cuenta que le contestó.

Pese a aquella negativa tan tajante, Enrique Rosich relata cómo la cabeza no paraba de darle vueltas. De repente, tomó conciencia de que el mundo no comenzaba y terminaba en Madrid. No sentía paz interior. La llamada de Dios ya se había producido y, lejos de darle la espalda, Enrique entendió que su vida estaba en las misiones.



Y el destino no era nada sencillo. Nada que menos que el Chad, un país que a principio de la década de los ochenta se encontraba en plena guerra civil: “Solo pudimos acceder al país por el sur”.

Pese a las dificultades, el comboniano ha explicado durante la presentación de este martes que solo encontró ayuda entre los habitantes. Y esa ayuda la precisó desde el primer día, cuando una de las ruedas del vehículo que ocupaba junto a otro misionero se pinchó en medio del bosque.

“Mi acompañante fue andando a pedir ayuda. El pueblo más cercano estaba a siete kilómetros de distancia. Yo estaba solo en el coche con miedo. Al rato, aparecieron unos jóvenes que venían de trabajar en el campo y, tras contarles lo ocurrido, me ayudaron a levantar el coche y cambiar la rueda. Es decir, en el Chad solo encontré la bondad de su pueblo”, narra Enrique.

El misionero ha conocido la primera generación de cristianos en el país africano. En su diócesis, en Doba, es el único de raza blanca, pese a que los 27 sacerdotes proceden de catorce nacionalidades diferentes: “Pese a las sensibilidades diferentes, todos pertenecemos a una misma Iglesia universal”, subraya.

Cuatro décadas después de su llegada al Chad, Enrique Rosich hace balance y tiene claro que “he recibido más que he dado”. Pero el camino ha sido muy duro. El misionero se vio forzado a un confinamiento dentro de su propia parroquia junto a otros hermanos, ya que los guerrilleros estaban vigilantes: “Era un virus armado”, remarca Enrique para establecer un símil con el coronavirus.

En aquellos tremendos momentos, el comboniano ha confesado ante los presentes que se planteaba qué estaba haciendo en el Chad, preso en su casa sin poder ayudar. Una sensación de frustración que compartió con un amigo catequista que falleció hace apenas un mes: “Él me dijo que no debía salir al bosque, ya que podía enfermar rápidamente. Les interesaba que estuviera en casa ya que, al ser un misionero quien estaba presente, los guerrilleros tratarían al resto con menos severidad. Es decir, el sentido de nuestra misión a veces te la marcan ellos, no lo descubrimos nosotros”.

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