El Papa recuerda los "pasos de gigante" que ha dado Estonia en su historia

Francisco ha trasladado a los estonios la importancia de las raíces para combatir la alienación y sentirse vinculado a otros. Ha recordado que el bienestar y vivir bien no son siempre lo mismo. 

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El Papa ha sido recibido por la pre­si­den­ta, Kers­ti Kal­ju­laid en el pa­la­cio pre­si­den­cial.  Allí, des­de el Jar­dín de las Ro­sas, Fran­cis­co se ha dirigido a los 200 re­pre­sen­tan­tes de las au­to­ri­da­des, so­cie­dad ci­vil, y cuer­po di­plo­má­ti­co.  En su dis­cur­so ha recordado los di­ver­sos pe­río­dos de la his­to­ria es­to­nia, don­de el pue­blo so­por­tó du­ros su­fri­mien­tos y tri­bu­la­cio­nes.

“Lu­chas por la li­ber­tad y la in­de­pen­den­cia que siem­pre se veían cues­tio­na­das o ame­na­za­das. Sin em­bar­go, en los úl­ti­mos poco más de 25 años, en los que, Es­to­nia ha re­in­gre­sa­do con tí­tu­lo pleno en la fa­mi­lia de las na­cio­nes, la so­cie­dad del país ha dado “pa­sos de gi­gan­te” y aun­que si es una pe­que­ña na­ción, se en­cuen­tra en pri­me­ra lí­nea en el ín­di­ce de desa­rro­llo hu­mano, en su ca­pa­ci­dad de in­no­va­ción, ade­más de de­mos­trar un alto ni­vel en lo re­la­ti­vo a la li­ber­tad de pren­sa, de­mo­cra­cia y li­ber­tad po­lí­ti­ca”.

Es­to­nia ha es­tre­cha­do ade­más víncu­los de coope­ra­ción y amis­tad con va­rios paí­ses. Ser tie­rra de la me­mo­ria, dijo Fran­cis­co, es ani­mar­se a re­cor­dar que el lu­gar que han al­can­za­do hoy día es gra­cias al es­fuer­zo, al tra­ba­jo, al es­pí­ri­tu y a la fe de vues­tros ma­yo­res. Cul­ti­var la me­mo­ria agra­de­ci­da per­mi­te iden­ti­fi­car to­dos los lo­gros de los que hoy go­zan con una his­to­ria de hom­bres y mu­je­res que lu­cha­ron para que esta li­ber­tad fue­ra po­si­ble, y que a su vez les desa­fía a ren­dir­les ho­me­na­je abrien­do ca­mi­nos para los que ven­drán des­pués.

Bie­nes­tar y vi­vir bien no siem­pre son si­nó­ni­mos

Como lo se­ña­ló Fran­cis­co al inicio de su mi­nis­te­rio como obis­po de Roma, "la hu­ma­ni­dad vive en este mo­men­to un giro his­tó­ri­co, que po­de­mos ver en los ade­lan­tos que se pro­du­cen en di­ver­sos cam­pos. Son de ala­bar los avan­ces que con­tri­bu­yen al bie­nes­tar de la gen­te" (Ex­hort. ap. Evan­ge­lii gau­dium, 52). Sin em­bar­go, dijo hoy el Papa en su dis­cur­so, es ne­ce­sa­rio re­cor­dar con in­sis­ten­cia que el bie­nes­tar y el vi­vir bien no siem­pre son si­nó­ni­mos.

“Una de las con­se­cuen­cias que po­de­mos ob­ser­var en nues­tras so­cie­da­des tec­no­crá­ti­cas es la pér­di­da del sen­ti­do de la vida, de la ale­gría de vi­vir y, por tan­to, un apa­gar­se len­to y si­len­cio­so de la ca­pa­ci­dad de asom­bro, lo cual su­mer­ge mu­chas ve­ces a los ciu­da­da­nos en un can­san­cio exis­ten­cial. La con­cien­cia de per­te­ne­cer y de lu­char por otros, de es­tar en­rai­za­dos en un pue­blo, en una cul­tu­ra, en una fa­mi­lia poco a poco se pue­de per­der pri­van­do, es­pe­cial­men­te a los más jó­ve­nes, de raí­ces des­de don­de cons­truir su pre­sen­te y su fu­tu­ro, ya que se les pri­va de la ca­pa­ci­dad de so­ñar, de arries­gar, de crear”.

El San­to Pa­dre dijo que po­ner toda la con­fian­za en el pro­gre­so tec­no­ló­gi­co como úni­ca vía po­si­ble de desa­rro­llo pue­de pro­vo­car que se pier­da la ca­pa­ci­dad de crear víncu­los in­ter­per­so­na­les, in­ter­ge­ne­ra­cio­na­les, in­ter­cul­tu­ra­les. En de­fi­ni­ti­va, afir­mó, ese te­ji­do vi­tal tan im­por­tan­te para sen­tir­nos par­te los unos de los otros y par­tí­ci­pes de un pro­yec­to co­mún en el sen­ti­do más am­plio de la pa­la­bra. De ahí que una de las res­pon­sa­bi­li­da­des más im­por­tan­tes que te­ne­mos to­dos aque­llos que asu­mi­mos una res­pon­sa­bi­li­dad so­cial, po­lí­ti­ca, edu­ca­ti­va, re­li­gio­sa ra­di­ca pre­ci­sa­men­te en cómo nos con­ver­ti­mos en ar­te­sa­nos de víncu­los.

La Igle­sia con­tri­bu­ye en la fe­cun­di­dad de la tie­rra

Fran­cis­co dijo que una tie­rra fe­cun­da re­cla­ma es­ce­na­rios des­de los cua­les arrai­gar y crear una red vi­tal que sea ca­paz de ha­cer que los miem­bros de sus co­mu­ni­da­des se sien­tan “en casa”. Por tan­to, no exis­te peor alie­na­ción que ex­pe­ri­men­tar que no se tie­nen raí­ces, que no se per­te­ne­ce a na­die. Una tie­rra será fe­cun­da, un pue­blo dará fru­to, y po­drá en­gen­drar el día de ma­ña­na, dijo por úl­ti­mo, solo en la me­di­da que ge­ne­re re­la­cio­nes de per­te­nen­cia en­tre sus miem­bros, que cree la­zos de in­te­gra­ción en­tre las ge­ne­ra­cio­nes y las dis­tin­tas co­mu­ni­da­des que la con­for­man; y tam­bién en la me­di­da que rom­pa los círcu­los que atur­den los sen­ti­dos ale­ján­do­nos cada vez más los unos de los otros. En este es­fuer­zo, el Papa re­cor­dó que cuen­tan siem­pre con el apo­yo y la ayu­da de la Igle­sia ca­tó­li­ca, pe­que­ña co­mu­ni­dad en­tre us­te­des, pero con mu­chas ga­nas de con­tri­buir a la fe­cun­di­dad de esta tie­rra.

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