ROTA - Excelencia Literaria

ROTA

Miguel María Jiménez de Cisneros

Ganador de la X edición

www.excelencialiteraria.com

 

 

 

La cabeza de Apolonia estaba tendida sobre el mantel de hule que cubría la mesa de la cocina. Sus cabellos rubios permanecían extendidos en torno a ella.  Tenía los párpados cerrados y húmedos de haber llorado. Llevaba puesto el uniforme del colegio. Una falda de cuadros, calcetines verdes, zapatos negros, camisa blanca y jersey oscuro. Tenía diecisiete años.

Solo se oía el lejano rumor del motor de la nevera y el tic-tac de las agujas del reloj. En el fregadero estaban apilados los termos del colegio, la vajilla del desayuno y de la comida, todo sin fregar. Las migajas poblaban la encimera de granito y la tostadora seguía enchufada.

Apolonia levantó levemente la mirada y siguió llorando, sin consuelo. Observó el microondas, encima del cual, años atrás, hubo una foto familiar. Ahora no había nada. Se marcaba el rastro de muchas fotografías que antaño estuvieron sujetas con imanes en la puerta del frigorífico.

Estaba sola. Su hermano mayor, Felipe, andaría por ahí, con sus amigos. Desde ocurrió, algo en la mirada de Felipe había cambiado. Se había oscurecido, se había endurecido. Su hermana Laura había ido a casa de Noemí, una chica de su clase. Ella no estudiaba ni la mitad que tiempo atrás, cuando decían que era una niña aplicada.

Los ojos de Apolonia, cuajados de lágrimas, miraron el calendario que colgaba de uno de los armarios de la cocina. Había pasado año y medio desde entonces.

Se puso en pie y se sonó la nariz. Pudo dirigirse a su cuarto para estudiar el examen de Biología que iba a tener al día siguiente, o recoger la cocina y despejarse con un poco de música, pero se encaminó al final de pasillo para entrar en una habitación. Sintió miedo, como si no quisiera asumir los hechos.

Abrió el armario de su padre y le recorrió un escalofrío al contemplarlo completamente vacío. No se había atrevido a abrirlo hasta entonces, pero aquella tarde su madre estaba fuera. Al recordar con quién, volvió a llorar. Le vino a la cabeza el reproche que solía decirle su hermano Felipe: «Eres una Magdalena; no llores tanto». Tenía razón, pero no podía evitarlo.

Examinó la mesilla de noche de su padre: estaba vacía. Algunos marcos también estaban vacíos. Recordó que su madre había insinuado varias veces que un nuevo inquilino ocuparía aquel hueco. Le horrorizaba la idea, pues parecía que también lo importante se podía cambiar como se muda una camiseta.

Apolonia se fue a su cuarto. De una cajita donde guardaba sus cosas más personales, sacó una fotografía: allí estaban todos, felices, en torno a aquel militar de altas botas y clara sonrisa. Allí estaban papá y mamá, los dos, como uno solo, junto a los tres hijos. Sonrió unos instantes, retornando mentalmente a aquellos años. Luego habían venido las peleas y la absurda y coaccionadora pregunta de ambos: «¿A quién prefieres de los dos?», cuando les anunciaron su separación.

Cerró la caja y la dejó donde estaba. Su mirada permaneció triste: la familia estaba rota.

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