Carta del obispo de Segovia: «De la admiración al rechazo»

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Conocer el corazón del hombre es tarea ardua e inacabable. Por mucho que creamos conocer la interioridad de la persona, siempre hay algo que se nos escapa, por incapacidad nuestra o por decisión de quien se guarda sus secretos. Según la Biblia, el corazón es la sede de los afectos, y estos son inestables y caprichosos. El hombre puede cambiar si se deja llevar de sus estados anímicos, pero también por impulsos de una voluntad poco consistente. Pasamos del amor a la indiferencia o al desprecio; del interés a la desidia; de la fe a la increencia. No extraña, pues, que el profeta Jeremías afirme: «Nada hay mas falso y enfermo que el corazón: ¿quién lo conoce?» (19, 7). Y añade a continuación: «Yo, el Señor, examino el corazón, sondeo el corazón de los hombres». Lo que al hombre resulta difícil es fácil para Dios, que ha creado al hombre y escudriña los pliegues íntimos del corazón. También Jesús conocía el corazón humano y, según el evangelio de Juan, no se confiaba a los que creían en él por los signos que hacía, «porque los conocía a todos, y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre» (2, 24-25). Al decir esto, el evangelista presenta a Jesús con el atributo propio de Dios, que es el conocimiento corazón.

Un pasaje elocuente de la mutabilidad del corazón del hombre es el que ofrece el evangelio de este domingo al narrar la sorprendente reacción de los vecinos de Nazaret cuando Jesús participa en el culto de la sinagoga. Dice Lucas que, al escuchar a Jesús, «todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca» (Lc 4, 22). Pero, a renglón seguido, Jesús les echa en cara que le pidan milagros como los que ha hecho en Cafarnaúm. Sin duda, la gente de Nazaret había oído hablar de tales milagros y le pedían que hiciera lo mismo en su pueblo. Jesús afirma que «ningún profeta es aceptado en su pueblo» pues entiende que, si no hace los milagros que piden, le rechazarán. En su argumentación, Jesús alude a dos milagros que grandes profetas de Israel —Elías y Eliseo— habían hecho en tierra pagana. El primero, a una viuda de Sarepta en el territorio de Sidón; el segundo, a Naamán, el sirio, que fue curado de la lepra. La sola mención de estos hechos provoca tal reacción en la sinagoga, que, según el evangelista, «todos se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo» (Lc 4, 28-29).

¿Qué ha sucedido para explicar este cambio de conducta? ¿Por qué quienes admiraban a Jesús desean ahora despeñarlo? Sencillamente, porque Jesús ha puesto a sus oyentes frente a la verdad de sí mismos. Como judíos, eran conscientes de ser el pueblo elegido por Dios y, por tanto, merecedores de milagros. Elías y Eliseo, sin embargo, hicieron milagros entre paganos. Al poner estos ejemplos, Jesús critica el particularismo judío que les impide ver que Dios no es manipulable y actúa con toda libertad allí donde encuentra la fe y la acogida que Nazaret no dispensa a Cristo si no realiza milagros. Como dice Pedro, «Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hch 10, 34). El corazón de los vecinos de Jesús cambió de actitud y pretendieron despeñarlo antes que aceptar la verdad que proclamaba. Y es que la peor enfermedad del corazón del hombre es negarse a acoger humildemente la verdad, que nos hace salir de nuestros esquemas y planteamientos de vida y aceptar, como dice Jesús, que solo la verdad nos «hará libres» (Jn 8, 32).

+ César Franco

Obispo de Segovia