Mi adiós a la Palestina de Jesús: El plan de Dios no es tan difícil de entender

Desde Madrid, nuestro enviado especial, Manuel Cruz se despide después de acompañar a Jesús en estas semanas hasta su Pasión

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Llegué a la Palestina romana en los tiempos en que vivía Jesús, un carpintero de Nazaret que había transformado el agua en vino durante unas fiestas nupciales en la aldea de Caná, ante el asombro de los asistentes.. Entonces era un escéptico, poco dado a creer en milagros. Tampoco creía en las viejas historias sobre la Creación del mundo que se narran en los primeros libros de la Torá. Hoy vuelvo a mi viejo mundo, tanto tiempo olvidado, convencido de que aquél Jesús que curaba enfermos en sábado y se había atraído las iras de las autoridades religiosas judías, había sido condenado a muerte injustamente porque, realmente, era -¡es!- el Hijo de Dios.

Cuando lo vi morir, clavado en una cruz en el Gólgota, en Jerusalén, se me partió el alma, pero todavía seguía encerrado en el escepticismo aunque seguía asombrado y perplejo por la fuerza con que Jesús anunciaba la llegada de un Reino, en el que nadie creía tampoco, ni siquiera sus discípulos. Uno de ellos,, un tal Judas, llegó incluso a entregarlo al Sanedrín, convencido de que su Maestro no era el rey que él esperaba, el caudillo de un nuevo Israel que se vengaría de los múltiples enemigos del pueblo judío a lo largo de los siglos.

Cuando se esparció la noticia de que Jesús había resucitado y aparecido a las mujeres que desde hacía años lo cuidaban mientras recorría las tierras de Galilea, quise verlo con mis propios ojos y me ocurrió lo que al apóstol Tomás: vi y creí. Fue como si, de repente, recobrara todos mis sentidos, aún apagados cuando lo veía curar enfermos e incluso resucitar a muertos como Lázaro, atribuyéndolo todo a trucos de magia.

No era magia, no. Jesús, al que vi agonizar durante horas y morir con la piel destrozada por la terrible flagelación, estaba vivo, resplandeciente, humano y, al mismo tiempo, divino, con su misma voz, su misma mirada llena de ternura... Si, lo he visto al mismo tiempo que sus discípulos con los que he acudido a Galilea, a orillas del lago Tiberiades, Alló estaba Él, sentado junto al mar, cmiendo un pescado que se había asado. Sus discopulod corrieron a su lado y, ya convencidos de que la reesurrección no era un bulo, lo adoraron. A mi me miró sonriente y creí desmayar. Hacía tan solo unos días desde que El mismo me dijera, camino de Jerusalén, que su Padre Dios no se cansaba de amar y perdonar a los judíos, que tantas veces lo habían traicionado, pero sin llegar a entender la magnitud de ese amor que había llevado a Jesús a la muerte.

Ahora, a la luz de la fe que me ha cambiado el corazón en un instante, todo encaja. El plan de Dios no era tan difícil de entender. Si El había creado al hombre -¡"es su obra maestra", me dijo Jesús!- no podía dejarlo en permanente esclavitud del pecado. Era necesario devolverle la libertad perdida para hacer el bien, para amar sin esperar nada a cambio..

Ya sé que muchos amigos míos no solo no creen en Dios sino en el propio pecado, como si fuese un invento humano para tener a los pueblos sumidos en la ignorancia y fácilmente gobernables. Bastaba para ello con dar rienda suelta a sus sentimientos -o instintos- por encima de la razón de la existencia, es decir, la obra maestra de Satanás para ganarse a los hombres.

Pero lo que a mí me importa ahora es la recuperación del sentido de mi vida, la razón por la cual el Hijo de Dios ha tenido que hacerse hombre como los demás... ¡solo para decirnos que Dios Padre nos ama lo mismo que Él, su hijo unigénito, ha demostrado amarnos con el suplicio de la Cruz! Todo el misterio de la Creación del infinito Universo, de su insondable belleza, se puede expresar en pocas palabras que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, nos ama y que nos quiere ver en su Gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Ahora que estoy bautizado -fue Juan quien lo hizo tras dar un paseo hasta las aguas cristalinas del Jordán- comprendo que por fácil que ya me parece, no es tan sencillo llegar a esta conclusión cuando no se siente necesidad de Dios en nuestra vida como me ha pasado a mí.. Lo veo, además, en algunos de mis propios amigos, ya jubilados, tan ufanos de vivir bien, de darse todos los caprichos, sin achaques físicos siquiera, encantados de haberse conocido. Nada tengo que reprocharles. Solo me queda el deseo de que, llegado el momento, sean capaces de mirar al Cielo y pedir, sí, pedir lo que sea, que es lo que encanta a Dios. Para eso es Padre y para eso hemos conocido al Hijo y las obras del Espíritu Santo. Y porque, además, también somos sus hijos y estamos llamados a vivir cada momento la dicha de esa filiación divina.

Así que me vuelvo al mundo real de nuestros días con la nostalgia de no ver más -por ahora- el rostro de Jesús, su mirada, su autoridad cuando se enfrentaba a los fariseos, su humilde entrega a los sacerdotes cuando decidieron condenarlo por miedo a que les usurpara su poder... Pero se que estoy acompañado. Jesús ha tenido la gran delicadeza de quedarse en la Tierra hasta el fin de los días de manera eucarística, el misterio de los misterios que renueva cada día la esperanza de que todo no se termina con la muerte, sino que nos espera una vida nueva, resplandeciente, alegre, feliz, sin falsedades, sin más ambición que la de estar junto a la Trinidad y de la Virgen, de la que apenas he habado en mis crónicas pero que siempre he tenido presente, porque sin Ella no habría nacido Jesús, nuestro Salvador, nuestro amigo para la eternidad..

La única pena que me acompaña en mi regreso al mundo es el empecinamiento del pueblo judío en negar al Mesías y en seguir con sus afanes de dominio a sangre y fuego en aquella misma Palestina que he conocido en la plenitud de la historia. Pero como ha dicho Pablo, ya no hay ni judíos, ni griegos, ni romanos: todos somos una misma raza la de hijos de Dios.


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