AUDIENCIA DEL MIÉRCOLES, 10 DE MAYO DE 2017

Francisco invoca a María Madre de Esperanza en los preludios de su viaje a Fátima

Miles de peregrinos han acudido esta mañana a la audiencia del Papa Francisco, como cada miércoles, en este 10 de mayo, festividad de San Juan de Ávila, patrono del Clero Diocesano Secular Español. El Pontífice, en su catequesis ha reflexionado sobre María, Madre de esperanza, que mantuvo el aliento sobre los discípulos y le estímulo a vivir la Resurrección del Señor como testigos:

Redacción Religión

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro itinerario de catequesis sobre la esperanza cristiana, hoy miramos a María, Madre de la esperanza. María ha atravesado más de una noche en su camino de madre. Desde la primera aparición en la historia de los Evangelios, su figura emerge como si fuera el personaje de un drama. No era simplemente responder con un “si” a la invitación del ángel: sin embargo ella, mujer todavía en la flor de la juventud, responde con valentía, no obstante no sabía nada del destino que le esperaba. María en aquel instante se presenta como una de las tantas madres de nuestro mundo, valerosa hasta el extremo cuando se trata de acoger en su propio vientre la historia de un nuevo hombre que nace.

Aquel “si” es el primer paso de una larga lista de obediencias – ¡larga lista de obediencias! – que acompañaran su itinerario de madre. Así María aparece en los Evangelios como una mujer silenciosa, que muchas veces no comprende todo aquello que sucede a su alrededor, pero que medita cada palabra y cada suceso en su corazón.

En esta disposición hay fragmento bellísimo de la psicología de María: no es una mujer que se deprime ante las incertidumbres de la vida, especialmente cuando nada parece ir por el camino correcto. No es mucho menos una mujer que protesta con violencia, que injuria contra el destino de la vida que nos revela muchas veces un rostro hostil. Es en cambio una mujer que escucha: no se olviden que hay siempre una gran relación entre la esperanza y la escucha, y María es una mujer que escucha, que acoge la existencia así como esa se presenta a nosotros, con sus días felices, pero también con sus tragedias que jamás quisiéramos haber encontrado. Hasta la noche suprema de María, cuando su Hijo es clavado en el madero de la cruz.

Hasta ese día, María había casi desaparecido de la trama de los Evangelios: los escritores sagrados dejan entrever este lento eclipsarse de su presencia, la suya permanece muda ante el misterio de un Hijo que obedece al Padre. Pero María reaparece justamente en el momento crucial: cuando buena parte de los amigos han desaparecido por motivo del miedo. Las madres no traicionan, y en aquel instante, a los pies de la cruz, ninguno de nosotros puede decir cual haya sido la pasión más cruel: si aquella de un hombre inocente que muere en el patíbulo de la cruz, o la agonía de una madre que acompaña los últimos instantes de la vida de su hijo. Los Evangelios son lacónicos, y extremamente discretos. Registran con un simple verbo la presencia de la Madre: ella “estaba” (Jn 19,25). Ella estaba. No dicen nada de su reacción: si lloraba, si no lloraba… nada; ni mucho menos una pincelada para describir su dolor: sobre estos detalles se habrían luego lanzado la imaginación de los poetas y de los pintores regalándonos imágenes que han entrado en la historia del arte y de la literatura. Pero los Evangelios solo dicen: ella “estaba”. Estaba allí, en el momento más feo, en momento cruel, y sufría con su hijo. “Estaba”.

María “estaba”, simplemente estaba ahí. Estaba ahí nuevamente la joven mujer de Nazaret, ya con los cabellos canosos por el pasar de los años, todavía luchando con un Dios que debe ser sólo abrazado, y con una vida que ha llegado al umbral de la oscuridad más densa. María “estaba” en la oscuridad más densa, pero “estaba”. No se había ido. María está ahí, fielmente presente, cada vez que hay que tener una candela encendida en un lugar de neblina y tinieblas. Ni siquiera ella conoce el destino de resurrección que su Hijo estaba en aquel instante abriendo para todos nosotros los hombres: está ahí por fidelidad al plan de Dios del cual se ha proclamada sierva desde el primer día de su vocación, pero también a causa de su instinto de madre que simplemente sufre, cada vez que hay un hijo que atraviesa una pasión. Los sufrimientos de las madres… todos nosotros hemos conocido mujeres fuertes, que han llevado adelante tantos sufrimientos de sus hijos…

La reencontraremos el primer día de la Iglesia, ella, Madre de esperanza, en medio a aquella comunidad de discípulos así tan frágiles: uno había negado, muchos habían huido, todos habían tenido miedo (Cfr. Hech 1,14). Pero ella, simplemente estaba allí, en el más normal de los modos, como si fuera del todo natural: en la primera Iglesia envuelta por la luz de la Resurrección, pero también por las vacilaciones de los primeros pasos que debía cumplir en el mundo.

Por esto todos nosotros la amamos como Madre. No somos huérfanos: tenemos una Madre en el cielo: es la Santa Madre de Dios. Porque nos enseña la virtud de la esperanza, incluso cuando parece que nada tiene sentido: ella siempre confiando en el misterio de Dios, incluso cuando Él parece eclipsarse por culpa del mal del mundo. En los momentos de dificultad, María, la Madre que Jesús ha regalado a todos nosotros, pueda siempre sostener nuestros pasos, pueda siempre decirnos al corazón: “Levántate. Mira adelante. Mira el horizonte”, porque Ella es Madre de esperanza. Gracias.

Tras sus palabras, el Santo Padre saludó en los principales idiomas, con un breve resumen de su catequesis, que fueron muy especiales cuando s edirigió a los peregrinos portugueses emplazándoles el viernes y el sábado en su viaje a Fátima para celebrar el centenario de las apariciones de la Virgen María a los tres pastorcillos, dos de los cuales Francisco y Lucía, ya beatos, serán canonizados:

El próximo viernes y sábado – si Dios quiere – iré como peregrino a Fátima, para encomendarle a la Virgen los destinos temporales y eternos de la humanidad y suplicarle sobre sus caminos las bendiciones del Cielo. Les pido a todos que me acompañen, como peregrinos de la esperanza y de la paz: que vuestras manos en oración sigan sosteniendo las mías. Quiera la mayor y mejor de las Madres velar sobre cada uno de ustedes, a lo largo de vuestros días hasta la eternidad.

Aprovechemos este mes de mayo para encontrar en la oración, más a menudo a María, nuestra Madre. Ella nos guía a su Hijo Jesucristo y está cerca de nosotros con su protección materna. Los invito a unirse en la oración por mi peregrinación a la Virgen de Fátima.

El próximo sábado celebraremos el centenario de las apariciones de la Bienaventurada Virgen de Fátima a los tres pastorcitos. Queridos jóvenes, aprendan a cultivar la devoción a la Madre de Dios, con el rezo cotidiano del Rosario; queridos enfermos, sientan la presencia de María en la hora de la cruz; y ustedes, queridos recién casados, récenle para que nunca falte en vuestro hogar el amor y el respeto mutuo.

El Papa Francisco dirigió asimismo un saludo de corazón a la delegación de los jóvenes sacerdotes del Patriarcado de Moscú, huéspedes del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos:

¡Que Dios Todopoderoso, por intercesión de la Madre de Dios, bendiga vuestro País y el compromiso de la Iglesia ortodoxa rusa en favor del diálogo entre las religiones y el bien común!.

Por último concluyó con el rezo del Padrenuestro y la Bendición Apostólica, especialmente para enfermos e impedidos

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