La condena a cadena perpetua dictada por el Tribunal Penal Internacional contra el jefe de las milicias serbo-bosnias Ratko Mladic, responsable del asesinato de 8.000 personas en Srebrenica, en 1995, nos saca de la desmemoria tan típica de la sociedad europea de esta época. Mladic es uno de los rostros del horror desatado en los Balcanes al desmembrarse la antigua Yugoslavia, pero conviene recordar que no estuvo solo. El mal como negación radical del otro, como deseo de erradicar al que es diferente, atrapó con misteriosa profundidad a una parte importante de aquellas poblaciones ante la mirada atónita de una Europa que no supo ni pudo detener una locura de odio que apareció justo cuando se entonaba el triunfo de la democracia y de la libertad, tras la caída del Telón de acero.

En aquellos días el nacionalismo étnico se convirtió en un ídolo al que parecía justo sacrificar la vida de millares de inocentes, como los que perecieron en Srebrenica bajo la mirada cínica y fría de Mladic. Fue en ese tiempo cuando San Juan Pablo II levantó su voz para reclamar a la Comunidad Internacional lo que denominó “Injerencia humanitaria”, una acción que librase a las poblaciones amenazadas de la tenaza de la violencia.

La justicia humana, siempre aproximada e imperfecta, tenía que pronunciarse para contribuir a curar las heridas de aquel tiempo. Pero no es suficiente. Europa debe hacer memoria porque, como ha recordado recientemente el Papa Francisco, la paz es todavía hoy un bien frágil, y las lógicas particulares y nacionales corren el riesgo de frustrar los sueños valientes de los fundadores de Europa.