PODCAST | Relato de Semana Santa: Un camino del Calvario, con Cristina L. Schlichting

Sigue con la voz de Cristina L. Schlichting los últimos pasos que dio Jesús antes de su sacrificio en la cruz

Tiempo de lectura: 4’

Pilato quiso quitar peso a su culpa y preguntó a los judios: «¿y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?» Y todos contestaron: «¡que lo crucifiquen!» Pilato insistió :«pues ¿qué mal ha hecho?» Y los gritos fueron más fuertes: «¡que lo crucifiquen!».... Pilato vio entonces que todo era inútil, tomó agua y se lavó las manos … «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!». Y todo el pueblo contestó: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Entonces Pilato soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entrega para ser crucificado...

La condena es firme. Aquella tarde Jesucristo se encuentra ante unos soldados que creían tener todo el poder sobre su persona, que se mofan de él y que le cargan con una pesada cruz, excesiva para sus mermadas fuerzas, con la que caminaría interminables horas y en la que estaba destinado a morir.

Lo empujan camino del Calvario, en un delirante espectáculo para gloria de sus enemigos. El Maestro se tambalea, camina con apenas fuerzas, abrazado a aquel madero, vencido por su peso, pero con el firme deseo de cumplir hasta el final con la voluntad del Padre.

Su agotamiento es evidente, apenas puede dar unos pasos cuando cae bajo el enorme peso de la cruz. Es su primera caída en ese camino de espinas, … habrá más... El Salvador está débil, delgado, le falta alimento y descanso. También ha sido duramente golpeado por los soldados y ha perdido mucha sangre en la flagelación. Pero el Padre le da la fuerza y con gran dificultad y mucha humildad, se levanta y retoma su camino.

Jesús avanzaba flanqueado por soldados, jefes judíos y buenas gentes. De entre todos, hay alguien que no puede apartar su mirada de él. Es María, la Virgen, la primera discípula del Maestro.... Se acerca a su Hijo con ternura maternal. Sus miradas se entrecruzan, su sufrimiento se hace aún mayor al contemplar el dolor en el rostro del otro. Pero también les reconforta el amor y la compasión que se transmiten.

Simeón ya había profetizado que una espada atravesaría el corazón de María. El santo anciano le había anunciado la gran prueba a la que estaba llamado el Mesías: “Una espada te atravesará el alma!― a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones".

Los discípulos han huido,  María no. Ella sigue en pie, serena, asumiendo su misión de corredentora, pero con el corazón afligido e incondicional de una madre que ha aceptado con sumisión la voluntad del Padre.

Jesús sigue su camino, el agotamiento es cada vez mayor. Los soldados temerosos de que el reo sucumba antes de tiempo, buscan ayuda. Un centurión echa mano de un tal Simón de Cirene, un labriego que regresacansado de una larga jornada en el campo, le obligan a prestar su hombro para llevar la cruz detrás de Jesús. Ellos no fueron capaces de hacerlo.

En su camino, el Reo se encuentra con alguien,  una mujer del pueblo, Verónica, que con esfuerzo se hace paso entre la muchedumbre. Ella no se deja contagiar por la indiferencia, el miedo o la brutalidad. Verónica es una mujer buena, sencilla, que siente  compasión y que no duda en dar un paso al frente para enjugar el maltratado rostro de Jesús. Le ofrece un humilde paño con el que limpia cuidadosamente su polvorienta y ensangrentada cara. Como gratitud, el Señor deja grabado en él su Santo Rostro.

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Tras esa breve parada Jesús toma de nuevo la cruz y con ella a cuestas culmina la empinada y estrecha calle que da a una de las puertas de la ciudad. Allí, ya extenuado, al límite de sus fuerzas, se desploma por segunda vez. Su brazos, piernas, sus manos … ya no responden. Falta poco para llegar al lugar donde será crucificado, pero el Maestro, empeñado en llevar a cabo hasta el final los planes de Dios, hace fuerzas de flaqueza, se levanta y prosigue la marcha.

Por la estrecha calle mucha gente sigue sus pasos. Entre ellas varias mujeres de Jerusalem que lloran  y lamentan el sufrimiento del Señor. Conmovido, se para. Las mira y les plantea un reto “no os quedéis con el llanto, ni en las lágrimas, trasformaros por ellas, convertidlas en piedras preciosas con las que pavimentar las calles para que todos unidos caminemos con gozo, calles por las que lloremos con los que lloran, hasta el día en que contemplemos el rostro de Dios”. Y Jesús llega al Calvario.

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Frente a Él, el punto exacto donde será crucificado. De nuevo se postra en el suelo. Es ya su tercera caída, pero se alza de nuevo.

Poco antes de enfrentarse a su destino, le dan a beber vino con mirra,  una piadosa costumbre de los judíos para  atontar la sensibilidad del que iba a ser ajusticiado. Jesús lo prueba como gesto de cortesía, pero no quiere beberlo; desea estar lúcido en el momento de su sacrificio.

Con desprecio, los soldados le arrancan sus ropajes, sin cuidado ni delicadeza, incluidos aquellos tejidos pegados a la carne viva. Y llega la crucifixión.

Jesús es fijado en la cruz con cuatro clavos de hierro que le taladran manos y pies. La cruz es puesta en pie y su Cuerpo  queda entre el cielo y tierra. Sobre su cabeza la razón política de su condena: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos».

También crucifican a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.

Fueron tres horas de lenta agonía. A media tarde Jesús grita: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Algunos de los presentes dijeron: «A Elías llama éste». Uno de ellos le ofrece  una esponja empapada en vinagre y con la ayuda de una caña, se la acerca para darle de beber mientras se escucha: «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo».

Jesús toma el vinagre y dice: «TODO ESTÁ CUMPLIDO” e inclinando la cabeza entrega su espíritu y expira.

Para que los cadáveres no quedaran en la cruz al día siguiente, que era un sábado muy solemne para los judíos, rogaron a Pilato que los retiraran; A Jesús, que ya había muerto, uno de los soldados le atraviesa el costado con una lanza para cerciorarse de que no vive. Después, José de Arimatea y Nicodemo, se acercan a la cruz, quitan cuidadosamente los clavos de las manos y los pies del Maestro y con delicadeza, lo descuelgan. Al lado estaba la Madre, que recibe en su regazo el cuerpo sin vida de su Hijo.

José de Arimatea y Nicodemo toman el Cuerpo de Jesús de los brazos de María y lo envuelven en una sábana limpia que José había comprado. Cerca de allí tenía José un sepulcro nuevo que había cavado para sí mismo, y en él enterraron a Jesús.

Lo cubren con un sudario y un lino y lo ungen con óleos aromáticos según se acostumbraba a enterrar a los judíos.

Después, hacen rodar una gran piedra que sella la entrada al sepulcro. Y todos regresan a Jerusalén.

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