Ángelus del domingo, 15 de enero de 2017

El Papa presenta a Cristo como el Salvador y pide sensibilidad ante los niños migrantes

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Miles de peregrinos han acudido esta mediodía a rezar el Ángelus con el Papa Francisco en la Plaza de San Pedro, en este Segundo Domingo del Tiempo Ordinario, en el que ya se ha quedado atrás el tiempo de navidad, para introducirnos en el Ministerio y la Vida Pública de Cristo tal y como nos relata el Evangelio de este día en el que Juan muestra a Cristo que viene hacia Él, como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Sobre ello ha reflexionado el Pontífice: Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En el centro del Evangelio de hoy (Jn 1, 29-34) se encuentra esta parábola de Juan Bautista: “¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” (v. 29). Una palabra que acompaña con la mirada y el gesto de la mano que lo indican a Él, a Jesús. Imaginemos la escena. Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando; hay tanta gente, hombres y mujeres de diversas edades, que fueron allí, al río, para recibir el bautismo de las manos de aquel hombre que a muchos recordaba a Elías, el gran profeta que nueve siglos antes había purificado a los israelitas de la idolatría, reconduciéndolos a la verdadera fe en el Dios de la alianza, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Juan predica que el Reino de los cielos está cerca, que el Mesías está a punto de manifestarse y que es necesario prepararse, convertirse y comportarse con justicia; y bautiza en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia (Cfr. Mt 3, 1-6). Esta gente iba para arrepentirse de sus pecados, para hacer penitencia, para recomenzar la vida. Él sabe, Juan sabe, que el Mesías, el Consagrado del Señor ya está cerca, y el signo para reconocerlo será que sobre Él se posará el Espíritu Santo; en efecto, Él traerá el verdadero bautismo, el bautismo en el Espíritu Santo (Cfr. Jn 1, 33). Y he aquí que llega el momento: Jesús se presenta en la orilla del río, en medio de la gente, de los pecadores  – como todos nosotros  –. Es su primer acto público, la primera cosa que hace cuando deja la casa de Nazaret, a la edad de treinta años: baja a Judea, va al Jordán y se hace bautizar por Juan. Sabemos qué cosa sucede – lo hemos celebrado el domingo pasado  –: sobre Jesús desciende el Espíritu Santo en forma como de paloma y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (Cfr. Mt 3, 16-17). Es el signo que Juan esperaba. ¡Es Él! Jesús es el Mesías. Juan está desconcertado, porque se ha manifestado de un modo impensable: en medio de los pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos. Pero el Espíritu ilumina a Juan y le hace entender que así se cumple la justicia de Dios, se cumple su designio de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como Cordero de Dios, que toma sobre sí y quita el pecado del mundo. Así Juan lo indica a la gente y a sus discípulos. Porque Juan tenía un numeroso grupo de discípulos, que lo habían elegido como guía espiritual, y precisamente algunos de ellos se convertirán en los primeros discípulos de Jesús. Conocemos bien sus nombres: Simón, llamado después Pedro; su hermano Andrés; Santiago y su hermano Juan. Todos pescadores; todos galileos, como Jesús. Queridos hermanos y hermanas, ¿por qué nos hemos detenido ampliamente en esta escena? ¡Porque es decisiva! No es una anécdota. ¡Es un hecho histórico decisivo! Esta escena es  decisiva para nuestra fe; y también es decisiva para la misión de la Iglesia. La Iglesia, en todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan Bautista, indicar a Jesús a la gente diciendo: “¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!”. ¡Él es el único Salvador! Él es el Señor, humilde en medio de los pecadores; pero es Él, ¡eh! ¡Él! No hay otro poderoso que viene. ¡No, no! ¡Es Él! Y éstas son las palabras que nosotros, los sacerdotes, repetimos cada día, durante la Misa, cuando presentamos al pueblo el pan y el vino que se han convertido en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, que no se anuncia a sí misma. ¡Ay! ¡Ay! Cuando la Iglesia se anuncia a sí misma pierde la brújula: ¡no sabe adónde va! La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y sólo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la verdadera libertad. Que la Virgen María, Madre del Cordero de Dios, nos ayude a creer en Él y a seguirlo. Tras el rezo del Ángelus, el Santo Padre ha tenido palabras de invitacióna  recordar a los niños y menores sin voz en esta 103 Jornada de las Migraciones: “Estos nuestros pequeños hermanos, especialmente si no están acompañados, observó el Obispo de Roma, están expuestos a tantos peligros. Es necesario adoptar toda medida posible para garantizar a los menores emigrantes la protección y la defensa, así como también su integración”, precisó el Pontífice, dirigiendo un saludo especial a los representantes de las diversas comunidades étnicas presentes en la Plaza de San Pedro. A todas ellas Francisco deseó “vivir con serenidad en las localidades que los acogen, respetando sus leyes y las tradiciones y, al mismo tiempo, custodiando los valores de sus culturas de origen”. Subrayando que el encuentro de varias culturas es siempre un enriquecimiento para todos, el Papa agradeció a la Diócesis de Roma y a todos los que trabajan con los emigrantes para recibirlos y acompañarlos en sus dificultades, alentando a continuar con esta obra recordando el ejemplo de santa Francisca Cabrini, patrona de los emigrantes, de quien conmemoramos este año el centenario de la muerte. “Esta religiosa valiente dedicó su vida a llevar el amor de Cristo a todos los que estaban lejos de la patria y de la familia. Que su testimonio nos ayude a preocuparnos por el hermano extranjero, en el cual está presente Jesús, a menudo sufriente, rechazado y humillado”. Finalmente, al saludar con afecto a todos los fieles provenientes de diversas parroquias de Italia y de otros países, así como a las asociaciones y diferentes grupos, el Santo Padre dirigió su saludo particular a los estudiantes del Instituto Meléndez Valdés de Villafranca de los Barros, en España .

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