Carta pastoral de Mons. Enrique Benavent: ¿Qué hemos aprendido?

El obispo de Tortosa reflexiona en su última carta pastoral sobre el comienzo de las actividades pastorales en su diócesis después del paréntesis del verano

Agencia SICAgencia SIC

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Con el mes de octubre hemos comenzado las actividades pastorales en la Diócesis después del paréntesis del verano. En las visitas que he realizado a las parroquias para administrar el sacramento de la Confirmación durante los últimos meses, he constatado que, de un modo progresivo, estamos volviendo a la normalidad que todos deseamos y que se había visto interrumpida por la situación sanitaria provocada por el COVID-19. Sentimos el deseo de recuperar la vida que teníamos antes de la pandemia. Esto se observa en todos los ámbitos de las relaciones sociales: la convivencia entre nosotros, las celebraciones de las fiestas en nuestros pueblos y ciudades, el retorno a las actividades deportivas y a las aulas de los colegios...

No podemos ignorar que la vida eclesial también se ha visto afectada en todos sus aspectos por esta situación. Aunque en las parroquias no ha dejado de organizarse la catequesis, se han celebrado los sacramentos y se ha vivido la fe, hemos de reconocer que la participación en la Eucaristía dominical se ha visto muy reducida y que otras muchas actividades pastorales con niños y jóvenes, enfermos o ancianos, como la peregrinación diocesana a Lourdes, las colonias que cada año organiza la FRATER o muchos campamentos y convivencias de verano, no se han podido realizar. La necesidad de actuar con prudencia ha obligado a cancelar muchas actividades.

Ante situaciones inesperadas como las actuales, los cristianos nos hemos de preguntar cómo reaccionamos. En estos momentos, en los que parece que estamos superando esta experiencia colectiva que hemos compartido, todos deberíamos mirar hacia atrás y preguntarnos qué hemos aprendido. Lo más fácil es caer en una actitud de resignación pasiva: limitarse a esperar que cambien las circunstancias para volver a la rutina anterior. Pero es posible una respuesta diferente: convertir la dificultad en una oportunidad para renovar nuestra vida social, eclesial y personal.

En el ámbito personal todos nos podemos plantear si lo que estamos viviendo nos lleva a preguntarnos sobre los valores y actitudes que nos caracterizan a cada uno: si las personas son para nosotros más importantes que las cosas; si la sencillez caracteriza nuestro modo de vivir; si en nuestro trabajo y el actuar cotidiano buscamos algo más que los propios intereses; si hemos llegado a descubrir la importancia del perdón; o si hemos cuidado la vida familiar. En las relaciones con los demás podemos revisar si vivimos aquellas actitudes que ayudan a construir una sociedad mejor: si somos más solidarios y nos preocupamos los unos por los otros o si, por el contrario, nos hemos vuelto más egoístas y solo pensamos en nosotros y en nuestras diversiones. Que la vuelta a la normalidad no sea un pretexto para satisfacer los propios deseos sin ningún límite ético. Y como cristianos nos deberíamos preguntar si la experiencia vivida nos ha acercado más al Señor, si intensificamos el tiempo de oración, si valoramos más la vivencia comunitaria de la fe y la celebración de los sacramentos.

Si hemos reaccionado de este modo, la experiencia vivida habrá sido una ocasión de crecimiento personal, social y como creyentes.

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