Los dos misioneros mártires, ejemplo de entrega para el próximo Sínodo de la Amazonía

La historia del obispo Alejandro Lavaka y de la Hermana Inés Arango es un ejemplo a tener en cuenta de cara al próximo sínodo de la Amazonía en octubre

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Hace poco más de 32 años, en la madrugada del 21 de julio de 2017, el obispo vasco Alejandro Lavaka se subió a un helicóptero junto a la hermana colombiana Inés Arango para adentrarse hacia un lugar inhóspito de la Amazonia. Querían encontrar a los Tagaeri, una comunidad indígena en aislamiento voluntario para avisarles de que una gran empresa petrolera amenazaba su territorio.

Sabían perfectamente que este grupo indígena rechazaba todo contacto con la civilización y combatían con crudeza a sus enemigos, pero este misionero capuchino, curtido en muchos años de contactos con comunidades aisladas, y que incluso había sido aceptado por alguna de las más combativas, decidió, a pesar del peligro, acercarse a ellos para preservarles del peligro.

El próximo mes de octubre de 2019 arranca en Roma un Sínodo sobre la Amazonia que pondrá sobre la mesa el ejemplo de tantos misioneros como el obispo Alejandro Lavaka y la Hermana Inés, que entregaron su vida por llevar a Dios hasta el último rincón de la Amazonia.

El propio “currículo” de este prelado al frente de la Prefectura apostólica de Aguarico es un ejemplo de vocación misionera llevada hasta el extremo. En sus 67 años de vida trabajó en tres continentes: Europa, Asia y América. En China permaneció 7 años que dejaron una huella inolvidable en su vida. En la Amazonia Ecuatoriana estuvo los últimos 33 años antes de su muerte, muy cerca de las minorías étnicas. Cuando llegó tenía 34 años y una fuerza arrolladora.

Es entonces cuando decide contactar con los pueblos ocultos amazónicos y redescubre su vocación misionera. Llegó a convivir con los huaoranis durante largas temporadas para comprender sus costumbres y así poder mostrarles el Evangelio. Para conseguirlo se hizo uno más con ellos. Consiguió que aprendieran a leer y a escribir y él aprendió su idioma, cultura e historia. Pasado un tiempo, comenzaron a ayudarle en su labor la madre Inés Arango y otras tres religiosas. En el legado que dejó escrito en la misma selva amazónica, titulado “Crónica Huaorani”, se comprueba que tenía muy claro el riesgo que corría: “Hoy, los que trabajen por las minorías tienen que tener vocación de mártires”.

Aquel 21 julio de 1987, Alejandro y la hermana Inés descendieron sobre las viviendas de los tagaeri. Era la primera vez que el misionero español contactaba con este grupo. En un primer momento las mujeres y los niños de la tribu los recibieron bien, pero todo se torció cuando llegaron los hombres, que habían estado cazando. Decidieron matarlos.

Según los indicios y las investigaciones posteriores, los religiosos fueron confundidos por empleados de una compañía petrolera que ya se había instalado en la zona.

Lo que ocurrió allí fue espantoso. El primero en morir fue el obispo de Aguarico. Le clavaron 17 lanzas y recibió 80 heridas producidas con objetos punzantes. La hermana Inés corrió la misma suerte. Tenía 70 heridas en su cuerpo. Al día siguiente el helicóptero que fue a buscarlos encontró sus cuerpos desangrados.

Murieron a manos de los mismos a quienes querían defender. Su entrega se convirtió en todo un símbolo de vocación misionera hasta el martirio. El cuerpo del obispo vasco descansa ahora en la catedral de Coca, en la Amazonia ecuatoriana, el mismo lugar donde recibió su consagración episcopal.

Hoy en día está abierto el proceso de canonización de los dos religiosos. Son muchos los que esperan que sean reconocidos como mártires de la caridad misionera. Y es muy probable que el Sínodo sobre la Amazonia de el empujón definitivo a sus procesos.

El sucesor del obispo de Aguarico, Monseñor Adalberto Jiménez, que estará presente en el próximo Sínodo, recuerda que la Amazonia es una tierra de mártires, donde misioneros como Alejandro Lavaba y la hermana Inés Arango dieron su vida por custodiar a los pueblos indígenas.

En su nombre, y en el de tantos otros, el prelado quiere llevar a la asamblea sinodal los gritos de la Amazonía. Por fin, asegura, una periferia olvidada se va a colocar en el centro de la Iglesia universal.

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