La historia de conversión y de fe de Tamara Falcó

Tamara Falcó es 'la hija de la Preysler', pero además de eso, no siente pudor ninguno a mostrar su fe en Dios allá por donde va

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Tamara Falcó habló el pasado sábado 16 de noviembre de su conversión y su fe en la Jornada de Apostolado Seglar de Madrid. Unas horas antes, mientras visitaba la catedral de la Almudena, reconoció a Alfa y Omega que "Dios es tan importante para mí que lo que diga el resto del mundo me da igual".

¿En qué se diferencia la infancia de Tamara Falcó de la de una niña normal?

Cuando se divorcian mis padres paso de tener cinco hermanos a estar sola, eso me marcó. Mi madre se vuelca conmigo porque soy la única que queda en casa y yo desarrollo un vínculo especial con mi tío Miguel [Boyer]. Era un erudito, tremendamente inteligente, y me compraba libros, empezamos a viajar a sitios como Egipto… Pero era difícil tener esa familia y, por otro lado, ir los fines de semana a casa de mi padre, que lo pasó mal hasta que rehízo su vida.

Lo de ser una niña famosa no me acomplejaba nada; todo lo contrario, me encantaba. Es verdad que, como tío Miguel era ministro y estaba ETA, iba con guardaespaldas a clase. Pero las cosas iban bien económicamente y era una niña muy mimada. El capricho que no tuve fue un pingüino. [Se ríe] Lo miramos pero necesitaba muchísimo hielo. Utilizaba esa parte material para suplir otras necesidades.

¿Dios aparece por algún lado?

De pequeños, la Seño –la señora que nos cuidaba– nos llevaba a Misa los domingos. Pero cuando mi madre se separa nadie se preocupa de la educación en la fe. Mi tío Miguel era ateo, no creía en Dios. Y mi madre había vivido con unos padres, mis abuelos, que, según tengo entendido, tenían esa rectitud moral en la que no cabía el error... Años después, muerto mi abuelo, mi abuela vino de Filipinas a vivir a casa. Es una persona muy pía, de rosario y Misa diaria. ¡Nos cogíamos unos piques mi hermana y yo porque por Navidad o en nuestro cumple nos regalaba una Misa! Hacía muchas novenas, las oraciones a santa Brígida que duran meses… y, en una de esas, Dios se apiadó de mí.

Su hermana estuvo de embajadora de Filipinas en el Vaticano. Cuando me convertí, fuimos a visitarla a Roma. Me estaba esperando en un cuarto superoscuro y al entrar me dice: «He escuchado que te has convertido». «Sí, tía Mercy». «¿A que somos todos una panda de pecadores?», me pregunta. Esa idea de no verte superior al resto, de no verte con potestad de juzgar, es un paso hacia la santidad. Y me refiero a los laicos por supuesto… El poder que Dios ha otorgado a los sacerdotes es distinto.

¿Cómo conoce ese rostro de un Dios que es Misericordia?

Fue poco a poco. Tenía los prejuicios que tenía la gente que está fuera de la Iglesia. Un verano, hace ya ocho años, mi padre me dice que se va a separar por tercera vez y me pide que vaya al campo con él. Me fui a la Casa del Libro a buscar lectura de verano y me encontré con la Biblia con una luz encima, en azulito, con una palmera en la portada –que mi nombre en hebreo quiere decir palmera– y mapas… Costaba 27 euros y me pareció bastante cara.

La Palabra no tiene precio…

Por eso [se ríe]. Me la llevé a casa y empecé a leerla por la primera página. En el Génesis es precioso cuando Dios separa la luz de las sombras. Seguí leyendo el Antiguo Testamento y vi que eran malísimos, como en Sodoma y Gomorra, y pensé que, si Dios los quería a ellos, me tenía que querer a mí. Hubo algo que cambió. Estaba descubriendo ese amor de Dios. Empecé a tener más curiosidad y más necesidad de Él. Me metía en el cuarto a leer porque estaba hasta avergonzada. Mi padre vino un día a ver qué me pasaba, me preguntó casi que si estaba metida en drogas… Le saqué la Biblia, se empezó a reír y me dijo: «Mira, yo no he sido muy católico, pero tu abuela lo era y estoy encantado de que estés leyendo la Biblia».

Ese verano llegué a un barco que habíamos alquilado y todo el mundo dejaba sus revistas y yo dejé mi kit católico: mi Biblia, mi rosario… Y luego una amiga me invitó a un retiro en Vic de un padre carismático, el padre Ghislain.

¿Qué cambió a partir de ahí?

Antes rezaba a Dios todas las noches y siempre tenía noción de que Dios Padre existía, que de alguna forma al morirme iba a ir con Él, pero me quedaba por entender el camino de entre medias. Y me queda por entender. Ahí está Dios hecho hombre viviendo lo que nosotros vivimos. Eso me ha cambiado la vida. Me siento bendecida porque el Espíritu Santo me ha ido llevando de la mano.

En un estado de enamoramiento de Jesús hice la Confirmación con el Camino Neocatecumenal, iba a la Encarnación a Misa cada día, fui a Medjugorje y  a un retiro de Emaús… Ahora voy a mi parroquia y he empezado a hacer dirección espiritual con un sacerdote que es de la Obra, aunque yo no lo soy. A cada uno Dios nos llama de una forma y hay distintas espiritualidades para escoger dentro de la Iglesia. Decir que uno es católico no practicante es como ser vegetariano y comer carne.

Clara sí es del Opus [explica mirando a la amiga que la acompaña en su visita a la catedral].  En 2013 fui a dar testimonio a Sevilla y, al terminar, apareció ella y me pidió el teléfono y yo pensé: «Bueno, le doy el mail de Yahoo, al que va todo el spam». Ahí empezamos una amistad de verdad. Me había mudado a una casa con terraza y esta se la había dedicado a la Virgen. Estaba buscando una imagen de exterior por todos lados y justo ella me dijo que me iba a regalar una estatua de alabastro, la Virgen de la Alegría. La Virgen ha sido una figura maternal en la que he encontrado ese amor que no te falla.

Cuando empieza a hablar de este «enamoramiento» de Cristo en un mundo quizá más superficial, ¿encuentra incomprensión?

Incomprensión hay, pero bienaventurados cuando se burlen y se rían de vosotros… Es verdad que es algo muy privado, que Dios te está tocando el corazón, y me costó tiempo hablar de ello con la prensa. Pero quiero tanto a Dios, es tan importante para mí, es mi pilar, que lo que diga el resto del mundo me da igual. Lo que más me importa es no hacerle daño a Él aunque con eso y con todo meto la pata.

En Masterchef, por ejemplo, he estado con un montón de gente distinta a mí. Intento tratar a la gente con respeto y espero respeto, lo que considero que es una versión de amar al prójimo como a ti mismo. Cuando alguien te hace daño y ves a Jesús que aguanta, ves que es el camino, que además te devuelve la paz. Yo tengo un pazómetro. Veo cosas que me están quitando la paz y digo: «Uy, con esto no vamos bien».

Creo que Dios nos ama a todos. He estado en el abismo y sé que todos tenemos esa posibilidad de cambio y de amor. Cuando alguien se siente rechazado y está envuelto en esa oscuridad, como le tires otra piedra, es muchísimo peor. Dios tenía un plan conmigo, un plan de salvación.

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