Hace unos días un colega italiano, Mateo Matzuzzi, ironizaba en el periódico Il Foglio sobre la supuesta guerra que se va a desencadenar, según algunos pregonan, entre progresistas y conservadores, una vez que ha muerto Benedicto XVI. ¿Dónde están esos ejércitos que según algunos medios librarían una guerra a sangre y fuego?, se pregunta con algo de comicidad este analista de la vida eclesial. Por supuesto que hay problemas y divisiones en la Iglesia, eso es un hecho, y siempre ha sido así. Lo que sucede ahora es que unos pocos muy activos pueden construir una imagen virtual cercana al apocalipsis, con delirios sobre maniobras precónclave, unas para impedir que se elija a un “Francisco II”, otras para asegurar que no se tuerza el rumbo actual. Unos y otras deberían aprender algo de los papas que el Señor nos ha regalado en los últimos tiempos, en vez de citarlos para justificar sus vergüenzas. Algunos que se proclaman defensores de la tradición parece que sólo querrían parar la historia y volver atrás; otros, que invocan el progreso, sólo aspiran a presentar una Iglesia más digerible para el mundo. ¿Estos son los que se van a batir en una guerra despiadada?

El desafío, siempre, es que la Iglesia hable al mundo, que sepa comunicarle la novedad de vida que porta consigo desde hace dos mil años. El Señor suscitará caminos diversos, formas nuevas, siempre lo ha hecho en veinte siglos. Lo importante es que empecemos por reconocer que Él está y que la Iglesia, con todas sus deficiencias, es su cuerpo en la historia. Ese es motivo suficiente para tener esperanza y para sumar energías. Me ha gustado lo que ha contado el cardenal Kasper sobre su relación de toda una vida con Ratzinger: tuvieron no pocas discusiones teológicas y pastorales, incluso públicas, pero nunca significaron alejamiento o enemistad. Siempre mantuvieron la conciencia de su responsabilidad común por la unidad de la Iglesia y por su misión.