La foto que me ha llamado la atención hoy la pública el diario El Paísen su sección de viajes. Es un retrato grande, que ocupa casi una página entera. Un retrato de un pueblo africano al borde del mar. Es un pueblo pobre de casas pintadas de rojos, amarillos y rosas. Casas sin mucha poesía. Es un pueblo con palmeras espigadas, finas, palmeras con barbas y torcidas, palmeras que hacen su oficio de palmera con mucha vocación y dedicación en circunstancias adversas. El pueblo está al borde del mar, en una playa muy estrechita y algo sucia donde dos cabras rebuscan en la basura. Y a pocos metros de la orilla hay dos barcones, uno más grande y vacío y otro más pequeño y bajito, este segundo lleno de gente. Lleno de vecinos del pueblo con turbantes y pañuelos en la cabeza. El interior y el exterior de los dos lanchones está pintado de colores vivos, con motivos geométricos y con letras en árabe.

El agua en la orilla de este pueblo que está al borde del mar está mansa. Y la escena de casas, palmeras, esquifes, navegantes ataviados con encarnados y gualdas, la escena se refleja en el mar con todos sus personajes que se convierten en lágrimas, en figuras que bailan, que se estrechan y se engordan con las olas chiquitas. En los reflejos se mezclan los colores de lo que ha dejado de ser solido. Y así la foto parece repetida. Fija y quieta en el positivo, movida y lacrimosa en el negativo, en el reflejo que da el agua.

En el agua de este mar tranquilo el pueblo se ve como un espejo, un espejo en el que los colores, las formas, los personajes son líquidos, se escurren, pueden irse al fondo o evaporarse. Y no se por qué al mirar esta foto piensa uno que todo lo que ve está como reflejado en el agua, que quiere uno cogerlo y es acuático, solo un reflejo.