La foto que me ha llamado la atención la publica el diario El País. Es una imagen tomada en una ciudad de vacaciones y retrata cuatro pisos de un edificio de apartamentos. La fachada blanca se abre en celdas, terrazas, que son calco las unas de las otras. Se repite la secuencia de las barandillas, de los plafones. Se repite periódicamente con una distancia similar. Y si le echáramos un vistazo al interior de los apartamentos nos encontraríamos con la misma imagen: la misma silueta de una pareja acaramelada que pasea baja un cocotero para decorar la habitación principal, los mismos tres platos, los mismos manteles, el mismo espejo en el baño, todo repetido en una serie para inquilinos de estancias breves. En la fachada de colmenicas, en el segundo piso, destaca y diferencia una toalla roja tendida al sol. La toalla colorada y un joven calvo fuerte y medio desnudo, acodado en el tercer piso, rompen la simetría. Y se siente uno aliviado de un gesto, de un color, que en cierto modo puedan ser considerarse únicos. El chico joven de la foto minutos después se pondrá unas chanclas y se bajará a tostarse junto al mar. Y se sorprenderá de que su traje de baño se parezca demasiado al de los otros bañistas y se sorprenderá también de estar invadido por una alegría que se parece demasiado a la alegría que tiene el otro chico también joven y también calvo que tiene a su lado en la arena. El chico calvo del apartamento construido en serie solo despertará del mal sueño de una vida periódica cuando reciba una llamada y descuelgue el móvil y escuche esa voz familiar que hace unos años lo prefirió a él de entre todos los chicos calvos y fornidos que había en un bar en el que todos estaban sentados en sillas similares. Y al escuchar esa voz decir su nombre saldrá del mal sueño sabiendo, entonces, por fin, que su nombre es único.