La foto que me ha llamado la atención la publica La Vanguardia. Es una foto grande que ocupa casi dos páginas. La imagen está tomada en un museo de Amsterdam donde se celebra una exposición dedicada a Rembrandt. Y en la imagen parece detectarse el diálogo que siempre se establece entre los que miran un cuadro y los que están dentro del cuadro. Si uno no se fija mucho en los primeros momentos parece que los que están fuera del cuadro, los de este siglo, están dentro de lienzo del siglo XVII.

Los que están dentro del cuadro son los personajes de la ronda de noche, una compañía de arcabuceros. En el centro se encuentra el capitán Frans Banninck, capitán de una tropa que salía a poner orden en la ciudad cuando caía el día y que se mantenía alerta hasta las primeras luces. El capitán, vestido de negro, está acompañado de un lugarteniente que viste de marfil. A la izquierda y a la derecha hombres armados con lanzas y arcabuces. El rostro de cada soldado es un mundo. Rostros severos, curtidos en miles de batallas, y a la par llenos de caballerosidad y gentilidad. Parece, mirando, el cuadro, oírse el sonido de los metales, el murmullo de los trajes. Los rostros de los hombres severos están iluminados por el cuerpo y la cara de una niña indefensa que queda en segundo plano.

Es fácil suponer que entre los que miran el cuadro puede haberse despertado un sentimiento de nostalgia por aquel mundo del pasado en el que había orden, en el que gentes de bien garantizaban noches tranquilas. Nostalgia por un mundo que incluso, cuando tenía que afrontar la violencia, era un mundo de caballeros y de damas. A esos espectadores que miran con arrobo ese cuadro maravillo que es la Ronda de Noche sería inútil rebatirles esa nostalgia. Explicarles que no fue así. La nostalgia es como una cárcel sin tiempo, quien se encierra en ella ha decidido que nada nuevo puede suceder. El lamento por el mundo perdido impide descubrir los rostros gentiles de los que está lleno el reino del presente.