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Una noche en el buque escuela 'Juan Sebastián de Elcano'

Miles de personas rindieron homenaje a la embarcación en su localidad natal de Getaria (Gipuzkoa)

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Jon Uriarte

Comunicador

Tiempo de lectura: 7'Actualizado 07:49

Un manto gris impide ver las estrellas. Pero están ahí. Como siempre. Son las mismas que miraba Juan Sebastián Elcano cuando de niño levantaba los ojos al cielo desde los rincones escondidos de Getaria. Y es lo primero que nos viene a la mente al navegar paralelos a la costa de Gipuzkoa. Jamás imaginamos que veríamos el Ratón desde esa perspectiva y lugar. A babor las luces parpadean inquietas bajo un sirimiri que empapa el buque, dejando gruesas perlas de agua sobre la centenaria madera. Esta noche dormiremos a bordo. Y la sensación es extraña. Empezando por la salida de puerto. Jamás habían atracado ese buque de 113 metros de eslora. en un lugar tan pequeño y de poco calado. Es lugar de pescadores y embarcaciones de recreo. Pero hoy Getaria parece más grande. Será el orgullo. Además, qué es la mar sin sus retos. Han pasado las horas y seguimos recordando los abrazos entre el comandante y el práctico al lograr la gesta.-Vengo de Bermio, pero soy de Bilbao-advertía Guillermo tras realizar la novedosa y arriesgada maniobra. Aunque para ello hubo que esperar a la pleamar. Si entrar no había sido fácil, el reto era salir de aquél muelle .-Jamás había hecho nada igual-subrayaba el práctico. Ni él ni nadie. De ahí que, entre las tinieblas y surcando ya el Golfo de Bizkaia, siguiéramos todos con las retinas cargadas de los instantes vividos en el coqueto puerto guipuzcoano.

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A bordo del Elcano todo parece lento y, a la vez, fugaz. La tripulación no para un instante. Tras despedirse de Getaria, firmes en cubierta, gorra en mano y a ritmo de pasodoble, se han diseminado por todas partes. Más de 250 hombres y mujeres y, a veces, parece que vayamos solos en cubierta. Como a esa hora. La mar es un plato y apenas suenan las olas, que hemos dejado de ver al ponerse el sol. Pero entonces vemos un destello a babor. Están preparando un pañete en ese lado del buque para cuando lleguemos a Getxo y se incorpore a nuestra vera el remolcador para realizar la maniobra de atraque. No quieren que se manche el casco. Bajo la luz de unas pequeñas linternas trabajan tres infantes de marina. Quien da las órdenes es una mujer. Son pocas, pero se hacen notar. Incluso en las maniobras más físicas. Como cuando hay que recoger las inmensas velas o atar y soltar los cabos. Si es en combate tardan poco, pero en navegación normal se necesitan dos horas para guardar tanto trapo. Esta noche, a diferencia del viaje de ida, están todas recogidas. Los cuatro palos se muestran desnudos y soberbios. Parece imposible que alguien pueda trepar por esos 40 metros de altura. Sobre todo de noche. Pero si es necesario lo hacen. El peor es el de mesana, que por dentro lleva la chimenea. Así que a la altura, hay que sumarle la alta temperatura. En especial los días en que el sol no da tregua. Como cuando fondean en el Caribe. Lo saben bien quienes lo suben a través de esas cuerdas que pretenden ser escalera, pero que la segunda vez que se ascienden destrozan las piernas menos preparadas. Aunque el reto hace olvidar las agujetas. Incluso hay una especie de competición entre la marinería. Vence y se lleva el honor quien primero avista tierra desde lo más alto y lo comunica a la tripulación. Evocando, al hacerlo, a los pioneros que buscaban respuestas en el incierto horizonte cuando, pese a lo que dijeran los nuevos mapas, que la Tierra fuera redonda era solo una teoría. Hasta que Elcano terminó su circunvalación y al hacerlo demostró lo dicho e intuido antes por otros. Suena un chifle. Nos acercamos a la parte central del buque. Llaman a formar. Se trata de una salutación y un homenaje de respeto a la Virgen de Itziar. No se divisa la costa, porque la bruma lo tapa todo. Pero intuimos que Deba y sus gentes saludan desde la costa. Igual que las pequeñas embarcaciones de arrantzales de la zona. Apenas ha terminado la ofrenda, suena otro chifle.

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Están haciendo una demostración para los cuatro periodistas que vamos a bordo. Viene a ser un complicado código de sonidos procedentes de un silbato que el guardamarina, mujer en este caso, fabrica con sus propias manos. La última orden debe ser muy complicada porque recibe el reconocimiento de los presentes y del superior. Pero no hay tiempo para recrearse. Tocan para cenar. La cocina es un hervidero donde Luis es quien manda. Un gallego de acento delator y carcajada sincera cuando se le pregunta por los días de mar gruesa y cocina imposible. Jornadas en las que no queda otra que cambiar el menú, porque resulta peligroso usar una simple sartén. El panadero duerme sin saber que hablamos de él. Vive al revés. Trabaja de noche, elaborando la masa que utilizará para dar de comer a dos centenas largas de personas. Son las 21:40 y nos sirven la cena en la cámara de oficiales. Por un instante parece una escena de Master and Commander. Y de alguna manera lo es.

Los elementos decorativos, sobre todo los regalos de presidentes, reyes y autoridades, rara vez lucen como esta noche. En una travesía normal se guardan. Y las mesas se colocan boca abajo al igual que las sillas, para ajustarse y atornillarse al suelo. Ya ven que no es descabellada la referencia a la nao Surprise, capitaneada por Jack Aubrey. Solo que en este caso el anfitrión es el Capitán de navío y Comandante del Juan Sebastián Elcano, Iñaki Paz. En una semana dejará este puesto. Pero se lleva un petate de recuerdos en su mente. Con voz clara y por encima del sonido sordo y constante del motor y la mar, confiesa que los días de ánimo gris sube a lo alto de uno de los palos y medita. Suele ser un instante, y sabiendo que abajo tienen muy claras las órdenes. Pero hay cosas que hasta quien lleva el mando necesita. Luego baja y vuelve a sus quehaceres. Entre ellos, reunirse en la derrota del capitán para confirmar rumbos y partes meteorológicos para los próximos tres días. Hoy no es una excepción. Asistimos al cruce de órdenes en una pequeña sala, de sofás discretos en verde musgo. 

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Fuera, el sirimiri se pone insistente. Incluso pesado. Lo que obliga a agarrarse con fuerza a los pasamanos de las angostas escaleras. Lo hacemos bajo supervisión, tanto fuera como al comenzar a bajar al laberinto que existe bajo la cubierta. Cientos marineros, pero apenas vemos a una docena de ellos esparcidos por el comedor, que ahora es lugar de mensajes breves a la familia y una charla distendida entre compañeros. Acaba de levantarse el panadero.-Cuando hay mala mar toca hacer más pan. No queda otra que elaborar comidas o cenas frías-confiesa raudo, pues debe volver a los encendidos hornos. Los civiles decidimos seguir con el nocturno recorrido. No es habitual, pero organizan ante nosotros una orden de baldeo. Con una coreografía castrense, uno de los marineros lanza un balde de agua y otros tres limpian la cubierta con unos grandes cepillos.-Es una labor que a veces hace quien no ha hecho bien su trabajo o se ha despistado en su cometido-advierte con ironía Álvaro de Agustín, teniente de navío y PIO encargado de ser nuestro guía. Lo hace con una sonrisa que sirve de prefacio para que el Comandante aporte un interesante dato.-Ahora la media de edad ha subido, pero es mejor para el comportamiento de la tripulación cuando llegamos a puerto-. Para confirmarlo desvela que en estos seis meses no han tenido un solo incidente. Algo nada habitual en la Armada, sea española o de cualquier país. Pero aquí todo parece tranquilo. Tanto, que la madrugada amenaza con llegar y optamos por retirarnos a los camarotes. Los hombres a la zona de oficiales, con una o dos literas en cada uno, y las mujeres al sollado femenino, con tres literas. No resulta fácil subir a una sin escalera, sabiendo que hay alguien durmiendo debajo. En mi caso se trata de Iván. Ingeniero, profesor y uno de los pocos civiles que trabajan en el buque. Desde hace poco la Armada ha añadido cursos de ingeniería de fluidos, así como otras asignaturas, para completar la formación. De ahí que Iván esté durmiendo desde hace horas para madrugar y preparar su clase matinal. Accedemos a la litera, esquivando el ojo de buey, que está abierto para que entre luz durante el día. Lo dejamos abierto. Vemos luces fuera. Cada vez son más pequeñas. Y poco a poco desaparecen.

Son las 5:15. La hora concertada para un breve café, previo a otro recorrido por el buque, era las 5:30. Pero apenas dos horas de sueño nos bastan para recobrar fuerzas y queremos aprovechar la experiencia. Así que saludamos a uno de los hombres de guardia. Es la segunda de sus cuatro horas de turno. Como llueve ligeramente nos resguardamos junto al puente de mando que está en una zona más elevada. El Juan Sebastián Elcano es, también en esto, una excepción. Apenas una lona cubre a quien está en él. Otros buques lo llevan cerrado. Este no. Es el precio de ser fiel a la leyenda de los hombres que dieron la primera vuelta al mundo. Uno de los oficiales supervisa, compás en mano, la ruta prevista, bajo una luz amarilla que destaca en la noche. Hasta que, casi sin darnos cuenta, comienza a cambiar el color a estribor. Del negro pasa a un intenso azul oscuro. El blanco metálico del casco y de los botes salvavidas se tiñen de un tono tornasolado, que cambia a cada minuto. Imaginamos entonces cómo debía de impresionar antaño este buque, cuando era todo rojo. Incluidas sus velas. Cuentan que utilizaron pintura roja con propiedades ignífugas. O, al menos, con capacidad para ralentizar el impacto de un incendio. Pero hoy es blanco, salvo por la franja verde que luce en su parte más baja. Mal color para mantener una imagen impoluta. De ahí que, antes de llegar a puerto y cuando se abre al público o a las autoridades, fondeen unas horas cerca del puerto de destino, para limpiar a fondo, antes de iniciar el atraque. Hoy no es necesario, pero eso no impide que paremos poco antes de llegar, a la altura de Sopelana. El motivo es la corta distancia entre Getaria y Getxo. El mismo por el que no han utilizado velas y hemos navegado a golpe de motor. La hora prevista de llegada es las 8.00. Ni un minuto más, ni uno menos. Y lo cumplen. El buque se detiene, empujado y guiado por los remolcadores, en la dársena destinada a los grandes barcos. La maniobra supone unos 20 minutos en los que da tiempo a que aparezcan trabajadores del puerto así como los máximos responsables del puerto, la Ertzaintza, la Guardia Civil y el resto de autoridades. Mientras, camiones de suministros descargan fruta, verduras y otros productos destinados a la despensa del buque. El protocolo de autoridades fluye con especial facilidad. Ya nos había advertido Emeterio Urresti, presidente de la Cofradía de pescadores de Getaria que estábamos ante una cita única y pionera. Donde las cuatro marinas, la Mercante, la Armada, la Pesquera y la Deportiva se convertían en una sola en el proyecto “Horizonte Elcano”, nacido para homenajear al marino vasco y a la gesta, hace cinco siglos, de dar la primera vuelta al mundo. Urresti no escondía su emoción. No solo por el trabajo. Sino por eso orgullo que une a las gentes de la mar. Ese que nos salpica hasta a quienes somos simples escribas de una noche tan corta o larga como otras, pero que jamás podremos olvidar. Sobre todo quienes somos paisanos de quienes gestaron esta imponente nao. El empresario Horacio Echevarrieta padre del buque, el ingeniero Juan Antonio Aldecoa y Arias encargado del diseño y el escultor Sáenz de Venturini, que realizó la minerva del primer mascarón de proa. Espíritu empresarial, ingeniería puntera y arte de primer nivel. Barco o no, pocas cosas pueden mostrar la esencia de la tierra de un servidor. De ahí que este V centenario sea algo especial para España en general y Getaria en particular. Pero también para Bilbao y Bizkaia. Y por eso, flanqueados a babor y a estribor por la silueta de Aixerrota y la majestuosidad del Serantes, entrar por el Abra sea algo que siempre llevaré donde se guardan las cosas más preciadas. El el corazón y la memoria.

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