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Del desencanto de Mohammed a la revolución del “Me Too”

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Tiempo de lectura: 3'Actualizado 19:01

Hace algún tiempo se abrió en mi barrio un espacioso y vistoso comercio de frutas y verduras, similar a los que ya existe en otros lugares de Madrid, todos ellos regentados por marroquíes jóvenes que hablan con desparpajo el español, muchos de ellos procedentes de Tánger donde, por cierto, apenas se habla ya nuestro idioma. Espero que surja en algún momento un avezado reportero que nos descubra cómo se han instalado estas familias marroquíes y porqué se han dedicado al comercio de artículos tan perecederos. La peculiaridad de estos comercios es que los clientes pueden tocar y escoger el producto que deseen –siempre con guantes- algo que está prohibido en otros establecimientos similares.

Pero no es mi intención hablar expresamente de estas fruterías, con precios muy competitivos, que casi han dejado sin clientes a otras más o menos cercanas y establecidas en el barrio desde hace muchos años. Si me refiero a ellos es porque Mohammed, el joven  y avispado cajero con el que intercambio algunas palabras en árabe -¡ah, mi pasado tangerino! me confesó días atrás que estaba muy desconsoladoe. “Estoy mal, jai(hermano). He tenido que divorciarme de mi mujer y… ya sabes”. “¿Y eso, por qué?”, le pregunté. Y me dejó perplejo con su explicación: “¡Mi mujer quiere ser como las españolas! Se ha quitado el velo, va por la calle con la melena suelta y no le importa mirar a los hombres cara a cara… Y eso no está bien. La mujer tiene que obedecer al marido y a mi ha llegado a darme gritos en la cara. Dice que es libre…  como las españolas. “Fehanti? (entiendes?)”.

Sin darse cuenta, el desencantado Mohammed me estaba dando una de las claves de la difícil integración de los inmigrantes musulmanes en nuestra progresista Europa. En realidad vemos con frecuencia en nuestras calle a mujeres marroquíes con van con naturalidad con el “hiyab” puesto; algunas incluso con chilaba, pero apenas nos damos cuenta de las que ya han optado por quitarse el pañuelo de la cabeza para sentirse, eso, como ¡españolas!, integradas, libres, a fin de cuentas. ¿Y qué pasa con ellos? No van con chilaba y se sienten parte del paisaje, pero acuden fervorosamente a la mezquita cada viernes, guardan el ayuno del ramadán y procuran hacer sus oraciones cinco veces al fía. De hecho en mi frutería, Mohammed desaparece algunas veces y deja la caja sola. Se va al sótano a rezar. “Nadie roba”, me dice.

Si traigo aquí esta anécdota reveladora es para ponerla en contraste con la nueva “revolución” feminista que está arrollando a las sociedades occidentales, el “Me Too”. No se cuánto tiempo pasará todavía antes de que las mujeres musulmanas lleguen a despojarse de sus vestiduras tradicionales –y obligadas en muchos países- como símbolo de liberación y cuánto tardarán en denunciar a los acosadores masculinos y, mucho más, a sus propias parejas habituadas a pegar a la mujer como señal de dominio. De momento, esto es impensable en buena parte de los países islámicos, aunque bien recuerdo a la feminista marroquí Fátima Mernissi, para quien el velo podía ser el mejor signo de liberación al representar de hecho una barrera contra el acoso o las meras insinuaciones del hombre.

En todo caso, lo que parecía enfurecer más a mi amigo Mohammed es que eso de querer ser “españolas” no solo era para sentirse “libres” sino porque, al quitarse el velo se despojaban del pudor, del recato, de la modestia que todo musulmán pide a la mujer. En nuestro mundo tan progresista, hablar hoy de pudor y modestia puede suponer hasta un insulto. Cada cual es libre de expresar sus emociones o sus preferencias sexuales cuando, cómo y donde quieran. Lo que está ocurriendo con el “Me Too”, paradójicamente, es que ellas, las feministas revueltas contra sus antiguos acosadores o violadores, se están “velando” sin darse apenas cuenta como las musulmanes: quieren ser intocables, incluso invisibles… y pasear sus encantos -¡perdón!- sin que nadie las moleste.

En mi fuero interno creo que no se trata tanto de reclamar igualdad -'¡ay!- hasta el extremo de considerar ofensivo hasta el piropo más dulce como intentan legislar en mi Andalucía, sino de ser ellas las que se muestren superiores y, por tanto, las que tomen la iniciativa del acoso, como se ve en tantas películas, no solo de Hollywood. Cabe preguntarse, por cierto, si esa actrices y “misses”, que han decidido dar el paso del “Me Too” vestidas de negro, no llegaron a ser célebres, admiradas y millonarias gracias a los individuos que las acosaron. ¿Qué pasará, en adelante, si desaparecen todos los Woody Allen y Winstein que han elevado al estrellato a tanta mujer bella?

Una cosa parece segura: que cada vez será más arriesgado mirar siquiera a esas “intocables” de nuevo cuño, por mucho que se maquillen y enseñen para atraer contradictoriamente la atención. De la igualdad podemos pasar a cambiar los papeles del acoso…  

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