El pasado sábado unos vándalos agredieron a dos muchachas jóvenes en Barcelona, les robaron y destrozaron el puesto en el que vendían productos de la selección española de fútbol y en el que recogían firmas en apoyo de la petición para que el ayuntamiento acceda a colocar pantallas gigantes en lugares públicos para poder seguir a la selección durante la Eurocopa. Aunque no han faltado quienes rápidamente han tratado de ocultar los hechos, las imágenes que circulan por redes sociales son sobrecogedoras. Hay datos suficientes para actuar de manera contundente contra los salvajes. Uno de los agresores, como podía verse en su perfil de Facebook, ya cancelado, es políticamente afín a los antisistema de la CUP. No estamos ante un hecho excepcional, ni tampoco ante una anécdota. Se comienza estigmatizando a quien piensa distinto y se termina por encender la mecha para que algunos pasen del insulto a la agresión física. Y en esa exclusión del que piensa diferente hay que mirar más allá de los cobardes encapuchados que se atreven a agredir a dos muchachas en plena vía pública. Hay una responsabilidad, distinta pero cierta, en todo aquel que desde su ocupación política entiende al otro como un enemigo ante el que hay que trazar una línea roja para excluirlo y aniquilarlo socialmente.