Esta tarde ha sido enterrado en el claustro de la catedral de Ávila Adolfo Suárez. El que fuera su ministro, Martín Villa, ha publicado en el diario El País una plegaria a la que es fácil sumarse: “Señor te pedimos que  acojas a quien supo ser tan firme con los fuertes como misericordioso con los débiles”. Durante las últimas horas se ha producido un fenómeno extraño y, a la vez, apasionante. Miles de ciudadanos anónimos han querido rendir el último tributo al primer presidente de la democracia. Sus mensajes coincidían: le daban las gracias por haber puesto el bien común por encima de cualquier cosa. El pueblo español, de forma sencilla y agradecida, ha querido rendir homenaje a una persona para la que la política era una forma de servicio. La verdadera política, de hecho, es una de las más altas expresiones de la  caridad. La muerte de Suárez y la reacción popular nos enseñan que nuestro pueblo desea una política desde la verdad: con palabras y gestos que no alimenten el cinismo, con una estima sincera por el otro aunque piense diferente, con un amor entregado por la ciudad común, con una estima por el pluralismo que no significa relativismo. La muerte de Suárez ha sacado lo mejor de nosotros mismos: no es un mero sentimiento, es un juicio racional lleno de esperanza para construir el futuro.