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Monseñor Luis Ángel de las Heras preside la Misa de la Cena del Señor a puerta cerrada

La eucaristía se ha celebrado en la tarde de este Jueves Santo en la Concatedral de San Julián de Ferrol 

Eucaristía presidida por el obispo de Mondoñedo-Ferrol celebrada a puerta cerrada - FOTO: Fernando Iguacel

Eucaristía presidida por el obispo de Mondoñedo-Ferrol celebrada a puerta cerrada - FOTO: Fernando Iguacel

COPE Ferrol - Javier GarcíaFerrol

Tiempo de lectura: 3'Actualizado 19:39

El obispo de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, monseñor Luís Ángel de las Heras, ha presidido en la tarde de este Jueves Santos, desde las 18,00 horas, la Misa de la Cena del Señor, celebrada a puerta cerrada en la Concatedral de San Julián.

En esta celebración ha estado acompañado de algunos sacerdotes, en cuya homilía ha traslado el mensaje de que “amemos, vivamos alegres y entregados, y muchos tendrán la vida que ahora les falta, vida nueva y abundante que no acaba".

Esta es la homilía que ha pronunciado durante la eucaristía:

“Dice san Agustín que Jesús quiso dejar bien claro en qué consiste aquella plenitud del amor con que debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: «Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Y lo que decía el Nazareno de Él, lo decía también de sus primeros discípulos y de nosotros, sus discípulos misioneros, como apostilla la primera carta de Juan: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» (1Jn 3,16).

Es justo, pues, que esta tarde del Jueves Santo, cuando nos sentamos a comer en la mesa del Señor, recordemos qué significa y a qué nos compromete este banquete. Miremos con atención lo que nos pone Jesús delante. Él nunca oculta nada. Fijemos la mente y el corazón en lo que el Maestro nos comparte en esta hora de su despedida para volver a la casa del Padre.

Prestemos la atención propia de quien se dice y sabe que es discípulo para ser misionero, puesto que después hemos de preparar nosotros algo semejante en cada paso de nuestra vida cristiana. Tengamos ojos y oídos para el lavatorio y para el amor que es y genera vida. Antes de tomar el cuerpo y la sangre de quien da su vida por nosotros para que tengamos vida, asumamos el discipulado misionero del lavatorio de los pies. 

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El hecho de prescindir del gesto externo que solemos realizar en esta celebración nos puede ayudar a profundizar en la seriedad y grandeza de una manera de vivir que exige la comunión eucarística del amor fraterno. Acercarse a la mesa de Jesús en el cenáculo de la vida cristiana requiere humildad creciente.

La de comprender la entrega de la vida que engendra vida, dejándose lavar los pies por el Maestro, el Señor y, quizá más aún, por los hermanos. Comprendemos la reacción de Pedro y acogemos la enseñanza del Señor. 

Pero hemos de dar un paso más de humildad y comprensión del nuevo mandato del amor: dejar que otros hermanos nos laven los pies, con lo que ello puede comprometernos. Más aún, cuando recordamos al Maestro en el lavatorio de aquella tarde, hemos de detenernos en el momento en el que mira a Judas a los ojos y se arrodilla a sus pies.

 Antes de que el Señor se levantara de la mesa y tomara la toalla, el texto del evangelio de san Juan que hemos escuchado dice: «Ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo» (Jn 13, 2). Jesús lava los pies también a quien encarna la traición y cambia la amistad por enemistad; responde con amor al odio.

 Si hace falta aprender con Pedro que debemos dejarnos lavar los pies por el Maestro y por quienes amamos, hacen falta dosis extraordinarias de amor y humildad para lavar los pies a quien encarna la traición, la enemistad, el odio, el mal, en definitiva. 

El lavatorio fraterno, eucarístico y sacerdotal está fundado en el amor que se entrega para dar vida. No hay amor más grande para cambiar la vida, para abandonar todo aquello que no tiene que ver con este amor sublime, para aceptar la donación sacrificial que Cristo hace por sus amigos y hacer cada uno de nosotros lo mismo. Hacerlo como los mártires —recuerda san Agustín— es comprender hasta dónde podemos llegar nosotros si comemos de este pan y bebemos de este cáliz. 

A través de este testimonio, el de la entrega de Cristo y de los cristianos, brilla una esperanza de vida nueva que permite trascender la tragedia de enfermedad, dolor y muerte que experimentamos estas semanas. 

Este Jueves Santo de 2020 nuestra fe nos confirma que la entrega de la vida da vida. Dios nos ha mostrado su amor en Cristo para que vivamos por medio de Él y como Él, de modo que tengamos vida y la entreguemos para que otros la tengan también (cf. 1Jn 4,9.11). Decían las primeras letras de una canción religiosa de 1980: “Amor es vida, vida es alegría”. Amemos, vivamos alegres y entregados, y muchos tendrán la vida que ahora les falta, vida nueva y abundante que no acaba”.

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