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DEPORTES CÓRDOBA

Diarios de la B. Episodio 3. Sevilla

El Córdoba sufrió su primera derrota en Segunda B después de doce años en un escenario muy cambiado

Toni Cruz

Tiempo de lectura: 3'Actualizado 12:51

Mi hija nació en Córdoba, pero la mitad de su familia es sevillana. Y sevillista. Su abuelo le hace ver pasos de Semana Santa y partidos del Sevilla. Yo procuro conducirle, con mesura, por el lado salvaje de la vida. El otro día fue a Vista Alegre con su madre mientras yo trabajaba y al parecer cantó un gol del Córdoba Patrimonio al grito de “Silla, Silla” (Sevilla, Sevilla). Es lógico el batiburrillo.

El riesgo cuando tratas con niños es -aparte de levantarte mojado- acordarte de lo que ya has vivido.

La penúltima vez que visité la Ciudad Deportiva del Sevilla para ver al Córdoba en un partido de Segunda B fue en 2006. Tiempos de bocata duro, coca cola templada y autocar con olor a porro. De camiseta con paloma de Cajasur, bufanda demasiado calurosa en verano y demasiado fina en invierno e ingenuidad a toneladas. Entonces lo de la carretera de Utrera era un erial con tres o cuatro campos protegidos por un cercado frágil. En uno de ellos, el más cuidado, se encontraba una grada que permitía la presencia de unas dos o tres mil personas. Allí nos colocaron a los que pretendíamos que ganasen los visitantes, entonces dirigidos -como casi siempre durante esa década- por Pepe Escalante. El Córdoba ganó esa mañana y durante el partido y en el descanso tres biris -tres- se dedicaron a vigilar a los aproximadamente doscientos visitantes por si a alguno se nos ocurría vejar lo más mínimo el escudo que defenderían con violencia si fuera preciso. Nadie osó.

En 2019 los campos con los que cuenta el vergel de la Ciudad Deportiva José Ramón Cisneros casi se pierden en el horizonte. El principal, al que han nombrado como el jugador más carismático de la primera plantilla, cuenta con tienda, cafetería con aire acondicionado y una tribuna funcional, elegante y absolutamente acondicionada para albergar encuentros de Segunda -máxima categoría a la que puede aspirar el Sevilla Atlético-. Casi 8.000 personas caben en ese recinto custodiado por una estatua en bronce de José Antonio Puerta en acción. Para los medios es uno de esos lugares en los que da gusto trabajar. Y todavía les quedan, según me dijeron allí, dos fases de la remodelación por acometer.

En 2006 El Arcángel estaba siendo remodelado. En 2019 El Arcángel sigue sin estar terminado. Hace meses se anunció la colocación de una lona que maquillara el estropicio y que no se ha colocado. Hace meses se dijo que se nombrarían las puertas del club para honrar a las glorias de la entidad y se dedicaría esfuerzo y tiempo a la creación de un museo… y ni se han nombrado ni se ha dedicado un segundo a algo parecido a un museo.

En 2006 la Ciudad Deportiva del Córdoba parecía una finca abandonada. En 2019 lo sigue pareciendo, pero al menos cada vez hay más vacas y caballos. Y hasta ratas.

Puede parecer osado y una invitación a la melancolía el comparar dos instituciones como Sevilla FC y Córdoba CF, pero Cádiz y Granada -por no salir de Andalucía- cuentan con dos estadios remodelados, coquetos y TERMINADOS y con sendas Ciudades Deportivas en condiciones para sus respectivas canteras (las dos en la misma división que el Córdoba C.F.).

Córdoba es la eterna complacencia. La perpetua lucha contra un presente medieval. Contra sí misma. Hay quien ve en el Sevilla al rival histórico, pero es algo que ni ellos mismos se creen. Al Córdoba le hace falta un verdadero enemigo ajeno para dejar de odiarse. El cordobés se encuentra muy cómodo deseando mal al prójimo más próximo porque no cuenta con un momento en la vida en el que dedicar toda su ira a un tercero. Odiar no es del todo malo. Odiar sin motivo sí lo es.

Con este pasotismo se entiende que siga siendo presidente para indignación de sus muchos acreedores económicos y deportivos el actual presidente. Y que, desde esa atalaya, contemplara el sábado con una mueca indescifrable el enésimo golpe de realidad que sufre la institución desde que él llegó a creerse su dueño. Su equipo le ganó al Córdoba -aunque en realidad pienso que su único club es el Narciso United- y a la salida respondió a los insultos que le dedicaron algunos sufrientes con la altivez de quien se siente ungido en un eterno Pentecostés. El elegido para llevarnos al carajo,sin duda.

Tercera salida sin ganar por incurrir en los mismos pecados de casi cada semana y primera derrota en Segunda B después de doce años. Casi se nos había vuelto a juntar el himen.

Cuando terminó el partido y escuché las explicaciones -insatisfactorias y pertinentes- reparé en los rostros de los que debían regresar con el fracaso a cuestas y pensé en el que tendría mi hija de mayor en una situación similar si la sigo desviando hacia el lado blanquiverde, salvaje y nihilista de la vida. En las caras de los chavales intuí algo peor que el hastío: la indiferencia ante el castigo. Ya no hay ni costra. Porque para el aficionado de un club de fútbol únicamente existe una cosa peor que jugar contra un filial: perder contra él.

En todo.

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