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Una ruta por la discreta Córdoba por la que paseó Quintín Roelas

Pío Baroja retrató la ciudad de finales del XIX y principios del XX en “La Feria de los discretos”,una novela en la que calles de la ciudad y paisanaje son minuciosamente descritos

Una ruta por la discreta Córdoba por la que paseó Quintín Roelas
Toni Cruz González
@tonicruzgon

Redacción COPE Córdoba

Tiempo de lectura: 4'Actualizado 18:02

La Feria de los discretos es la novela de la que todos los cordobeses hablan, pero que casi ninguno ha leído. De hecho, pocos habitantes del barrio de la Judería saben que aún pueden sentarse -seamos precisos: no en estos momentos por la maldita pandemia- en la mesa en la que Pío Baroja corrigió sus manuscritos mientras se tomaba un medio de vino. Se encuentra, junto a la Mezquita, en el Mesón El Tablón.

El Tablón sería un primer punto de la ruta barojiana por Córdoba. Un recorrido que está por trazar porque casi nadie en la ciudad se ha preocupado hasta la fecha de ensalzar la figura del vasco ni tampoco por reconocer la autenticidad de su ácido retrato de la rancia sociedad cordobesa del XIX.

La Feria de los discretos fue ideada por Pío Baroja en 1905 después de una estancia en la Pensión Peninsular de la calle Gondomar. Se dice que vino a Córdoba movido por su hipocondría y huyendo del frío Norte. Durante los meses en los que se impregnó de la esencia de lo cordobés entabló amistad con el pintor Julio Romero de Torres, el óptico Agustín Fragero o el librero Pedro de Vegas y frecuentó el Café Suizo de la calle Ambrosio de Morales y el todavía existente Círculo de la Amistad.

La trama de La Feria de los discretos se desarrolla en 1868. Ese año fue clave para España porque supuso el final del reinado de Isabel II gracias a la conocida como Revolución Gloriosa o septembrina. Fue precisamente junto al puente de Alcolea donde tuvo lugar el 28 de septiembre de ese año la batalla decisiva entre los revolucionarios y los isabelinos.

El protagonista, Quintín Roelas, regresa a España después de haber vivido siete años formándose cerca de Londres. Cuando vuelve a su ciudad va descubriendo con pesar lo poco que ha mutado la mentalidad mezquina o mediocre de muchos de sus habitantes y cómo la indiferencia o el estatismo congelan la idiosincrasia de los cordobeses. Por eso, concluye con pesimismo a pesar de sus 22 años, lo mejor que hizo fue marcharse en su día.



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Baroja describe casi como si redactara una guía turística y de la mano de Quintín Roelas muchos rincones de la Córdoba de finales del XIX y principios del XX. Así, por ejemplo, habla poco después de llegar a la estación de tren de una taberna hoy ya desaparecida en la minúscula Calleja del Niño Perdido y luego recorre la calle del Gran Capitán y Gondomar hasta llegar a Las Tendillas.

Naturalmente, Quintín pasa por la Mezquita-Catedral, que no queda lejos del hogar familiar y Baroja copia fielmente la oración de la Virgen de los Faroles que decora los exteriores del colosal templo. En el cuarto capítulo Quintín llega al Palacio del inventado Marqués de Tavera, que en realidad era el Palacio del Marqués de Benamejí y hoy es la Escuela de Arte y Oficios Dionisio Ortiz en la calle Agustín Moreno.

En un episodio describe la calle de la Feria -actual San Fernando-, donde Quintín pregunta a un arqueólogo la naturaleza de las altas construcciones de esa vía (“…allí se ejecutaban, se corrían toros y cañas, y durante los ocho días anteriores a los de la Virgen de Linares, los calceteros tenían una gran feria. Por eso en las casas hay tantas ventanas y galerías y la calle se llama de la Feria”, es la respuesta de su amigo Gil Sabadía).

También retrata los tenderetes y la vida de la Plaza de la Corredera con sus alpargaterías, talabarteros y libreros. Allí trata de cumplir una misión de búsqueda de un cofrecillo. La Plaza de la Almagra, la Iglesia de San Pedro y la Cuesta de Luján son mencionadas, al igual que la calle Siete Revueltas del barrio de Santiago.

En una de sus aventuras, el buscavidas Quintín, pasa corriendo por la Torre de la Calahorra tras atravesar la “Puerta Romana” (hoy Puerta del Puente) entre los silbidos de los serenos. Baroja también menciona, como hiciera Cervantes en El Quijote, la Posada del Potro, donde Quintín se encuentra con un niño jorobado que le pide limosna. En el cuartel de La Trinidad, cerca de Las Tendillas, es donde su amigo y bandido Pacheco cae muerto por los tiros de un celoso general.

La Córdoba en la que "no se puede intentar nada nuevo porque sale mal"

Sobre el carácter de la Córdoba de finales del XIX, es clave el capítulo 32 (titulado precisamente "La feria de los discretos"). En él, cuando Quintin entra en la casa de su amigo suizo Springer, Baroja apunta: “¡Qué diferencia entre aquel hogar y la casa en donde Quintín había vivido con María Lucena y su madre! Allí no se hablaba de marqueses, ni de condes, ni de cómicos, ni de toreros, ni de jacas; allí no se hablaba más que de trabajo, de perfeccionamientos de la industria, de arte y de música”. Allí mismo es donde Springer le matiza a Quintín que Córdoba no estaba muerta, al contrario de lo que el desencantado cordobés pensaba. Más bien que “Córdoba es un pueblo que duerme” antes de que Springer padre le matice: “Aquí no se puede intentar nada nuevo porque sale mal. Aquí nadie pone nada de su parte para sacudir esta inercia. Aquí nadie trabaja”.

Baroja, es evidente, dibujó sin ambages una sociedad poco evolucionada y llena de hipocresía. De paso, en la despedida de Roelas de la ciudad, la definió como pueblo de los discretos, espejo de los prudentes y encrucijada de los ladinos (entre otras cosas). Sin embargo, en descarga del inmortal escritor vasco, se dice que en ocasión de una visita a Córdoba tras escribir “Los visionarios” se sintió emocionado por el recibimiento que tuvo en la ciudad: “gente amable, esta gente cordobesa”.

“Siempre es simpático el que triunfa”, dijo en la novela el truhan cordobés Escobedo. Eso era en la Córdoba del XIX y en la del XXI.

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