Los discursos pronunciados por el Papa Francisco durante su viaje a Myammar, la antigua Birmania, tienen un eco universal que trasciende el ámbito local, azotado desde hace décadas por múltiples conflictos de convivencia entre sus 135 comunidades étnicas. El conflicto que ahora está conmocionando al mundo, la inhumana expulsión de cientos de miles de componentes de la etnia rohinya, de religión musulmana, se remonta a la época en que los ingleses que ocupaban Birmania llevaron mano de obra barata procedente de colonias musulmanas. Cuando el Papa hablaba ayer de reconciliación y respeto de los derechos humanos se dirigía tanto a las autoridades militares que mantienen prácticamente secuestrado el gobierno de Aung San Suu Kyi, como a todo el turbado mundo donde se dan brotes de nacionalismo excluyente y de odio al diferente.

Francisco pidió a todas las comunidades que no se dejen colonizar culturalmente por ideas que tratan de destruir la civilización y recordaba la aportación benéfica de las religiones a la convivencia. También insistía en la importancia de la formación de la juventud, que no puede limitarse al campo de la técnica, sino, sobre todo, basarse en la honestidad, la integridad, y la solidaridad como fundamento de la democracia y de la paz. Y hablaba de una idea que sin duda estará presente en el próximo Sínodo de la Juventud: la posibilidad de emplear el idealismo y el talento de los jóvenes para remodelar el futuro de toda la familia humana. Palabras que van más allá de cualquier implicación política en los conflictos que sacuden a Myanmar.