La Navidad con ojos de niño de Maurice Ravel

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Querido Maurice Ravel: En estos días de Navidad se cumplen los ochenta años de tu fallecimiento y aunque apenas escribiste composiciones navideñas, no dejo de recordarte en estos días en los que la música tiene un especial protagonismo y abundan los conciertos en iglesias y auditorios.

En más de una ocasión dijiste que no eras creyente, aunque esto no te impedía valorar la belleza que los temas cristianos infunden en la música. De hecho, valoraste en dos ocasiones componer una obra sobre las Florecillas de San Francisco y otra sobre Juana de Arco. Esos proyectos nunca se llevaron a cabo y nos vimos privados de composiciones que podían haber marcado un hito en la historia musical del siglo XX. Por lo demás, existen muchos ejemplos de obras que demuestran que no es necesario ser creyente para componer música religiosa. Pero no me refiero a quienes pudieron componer música religiosa de forma un tanto mecánica, por encargo. Pienso, en cambio, en músicos que tratando de encontrar la belleza, se han asomado a las puertas de la religiosidad, aunque sea fugazmente.

Luego están los que han intuido en la música la existencia de un espíritu religioso aunque externamente no parece expresarse. Tu época musical fue un tiempo de exotismos, simbolismos, de búsqueda de impresiones y misterios que algunos intentaban desentrañar por medio de los espiritismos. Esto no es precisamente una ventana abierta a la religión pero, pese a todo, tu amigo Manuel de Falla llegó a decir de ti que eras un hombre religioso. Estas palabras me resultaron siempre enigmáticas, sobre todo porque las biografías indican que no tuviste un entierro religioso, y ni tus familiares ni amigos llamaron a un sacerdote. Sin embargo, Falla estaba convencido de que tu música poseía una emotividad religiosa, presente sin ir más lejos en algunos pasajes de la suite Mi madre la oca. ¿Se equivocaba el músico español y pretendía ver un minúsculo destello de luz religiosa en una oscuridad profunda?

Estarás de acuerdo conmigo en que eso que algunos llaman hoy las fiestas del solsticio de invierno tienen algo de tristeza y, en consecuencia de incertidumbre. Y esa inseguridad hay que cubrirla de cintas rojas, cajas doradas y paquetes tirados en el suelo y a medio abrir. No hay alma de niño en el solsticio de invierno y solo inquietud y pesadumbres de adulto. En cambio, tú si tenías un alma de niño. Amaba los mecanismos de precisión, los autómatas, los muñecos… Tu espíritu era infantil, pero no estaba infantilizado. Lo he comprobado en la letra de una canción que compusiste en 1905, Navidad de los juguetes. No era frecuente entonces que el compositor fuera el autor de la letra, y me he dado cuenta que solo quien tiene un poso cristiano puede escribir unas palabras semejantes. Tampoco se diría que las ideó un hombre de treinta años. Podría haberlas escrito un niño o un temprano adolescente. Es un espíritu sencillo el que se imagina los juguetes mecánicos dirigiéndose hacia el portal: rebaños de ovejas, conejos tocando tambores, y la Virgen, con sus grandes ojos abiertos de par a par, acunando al Niño. Has captado muy bien a María. Es un alma digna de su Hijo, que no ha perdido la inocencia porque no ha perdido la capacidad de asombro, absolutamente necesaria para cantar las maravillas obradas por su Señor.

Sin embargo, no todo es idílico ni inocente. Tu poema, amigo Ravel, se refiere además a un perro, envuelto en las sombras del bosque, que acecha al Niño. Su nombre es Belcebú, pero no debemos temer nada. Tal y como enseña la religión cristiana, los ángeles, en este caso los que cuelgan de un abeto de Navidad, son los que se enfrentan al mal y “aseguran la paz en los establos”. El triunfo del bien y de la paz, la que hubieras encontrado en la historia de Francisco de Asís si hubieras puesto música a sus Florecillas. Pero lo importante al final de tu poema es que todos, los ángeles y los rebaños mecánicos, confluyen hacia el portal con una sola palabra en sus bocas: “¡Navidad!, ¡Navidad!, ¡Navidad!”.

¿Infantilismo? ¿Ingenuidad? En absoluto. Solamente la expresión de una Navidad que para ser auténtica tiene que ser cristiana.

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