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Manuel Cruz

¡Jerusalén, Jerusalén…!

Jerusalém
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Tiempo de lectura: 5'Actualizado 09 ene 2018

“Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha. 

Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, 

si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías.(S.136)

Este Salmo, que recoge el canto de esperanza del pueblo judío durante su exilio en Babilonia, ha sido durante los largos siglos en que vivió en la diáspora, uno de los más repetidos en sus oraciones. Cuando el periodista y escritor austriaco Theodor Herzl, fundó el sionismo a finales del siglo XIX después de la humillación que supuso para los judíos el “caso Dreyfus”, el salmo se convirtió en un saludo de esperanza: “¡Mañana, en Jerusalén!”. Ese mañana llegó, en parte, al término de la I Guerra Mundial con el hundimiento del imperio otomano, el reparto de sus territorios árabes entre Francia e Inglaterra y la promesa de Lord Balfour de fundar un “hogar” judío en la tierra de Palestina que le había sido asignada como protectorado.

El “hogar” prometido por Balfour no dejó de crecer los años siguientes, aunque los asentamientos israelitas no llegaron a convertirse en un problema para los mandatarios británicos hasta que llegó el éxodo masivo de judíos que huían de la locura nazi. Son éstos los momentos más cruciales que pueden explicar –solo en parte- el conflicto que tiene incendiada toda la región desde que, en 194,8 se fundó el Estado de Israel, cumpliéndose así los sueños de quienes fueron obligados a la diáspora tras la destrucción del Templo, profetizada por Jesús de Nazaret. El relato lo recogen San Mateo y San Marcos en sus Evangelios. Recordemos: "¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que son enviados a ella! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! (Mt, 23-27)”… “Al salir del Templo, le dice uno de sus discípulos: «Maestro, mira qué piedras y qué construcciones.» Jesús le dijo: «¿Ves estas grandiosas construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida.»” (Marcos 13, 1-2).

Jerusalén, situada en la cima del monte Sión, dejó de ser una exclusiva tierra sagrada judía para convertirse también en tierra sagrada para el cristianismo y, siete siglos después, para el Islam. David se la había arrebatado a los jabuseos mil años AC; después de su destrucción por Tito en el año 70, estuvo un tiempo bajo dominio bizantino y en el año 632 fue conquistada por el califa Omar que acudió a rezar donde suponía que lo hacia David, aunque no había vestigio alguno del templo construido por Salomón y reconstruido tras la deportación de Babilonia. A partir de ese momento empezó la edificación de la mezquita de Al Aksa y del santuario, que no mezquita, del Domo dorado que se convirtió en el emblema de la ciudad santa. Fue allí donde, según el Corán, fue llevado en sueños el profeta Mahoma para ascender al Cielo y conversar con el patriarca común de las tres religiones, Abraham.

¡Ah, la historia del pueblo judío, cuajada de fidelidades e infidelidades a la Ley de Dios, a la alianza sellada con Abraham y luego con Moisés! Cuando se echa la vista atrás, muy atrás, y nos situamos en la toma de Jerusalén a los jebuseos, puede entenderse la pasión que sienten los judíos por esta ciudad que se convirtió en la Casa de David y donde su hijo Salomón construyó el primer y esplendoroso Templo para cobijar el Arca de la Alianza. Quienes leen la Biblia con asiduidad, no habrán escapado a la fascinación de revivir aquellos tiempos en los que Yahvé estaba junto a su pueblo escogido, y la profunda pena que afligió, siglos después, a Jesucristo al ver cómo los escribas y fariseos habían desfigurado la Ley y al propio Dios…

Pero dejemos esta evocación histórica y religiosa, que solo nos sirve para entender la pasión que Jerusalén suscita entre los judíos de todo el mundo, lo mismo que entre los cristianos por haber sido crucificado allí Jesús después de fundar su Iglesia e instituir los Sacramentos. Obviamente, esa misma emoción despierta Jerusalén entre los palestinos, descendientes de los antiguos invasores filisteos que, procedentes de las “tierras del mar” (posiblemente las islas griegas) tanto batallaron contra los israelitas en su intento de apoderarse de la tierra de Canaán.

En suma, Jerusalén, la “Ciudad de la Paz”, santa para judíos, cristianos y musulmanes y donde tanta sangre se ha derramado a lo largo de los siglos, es desde hace setenta años, escenario de un conflicto que va camino de la eternidad. Más que un conflicto, podría hablarse de un endemoniado embrollo con interminables episodios sangrientos, que hoy solo enfrenta a las dos partes que se disputan la misma tierra: los judíos israelíes y los árabes palestinos. Los cristianos, que una vez fueron parte interesada durante las Cruzadas, solo permanecen allí simbólicamente como custodios de los Santos Lugares por donde pasó Jesús predicando la Buena Nueva. Y en cuanto a los países árabes vecinos, siempre vencidos por Israel, han optado por la retirada aunque no falte su apoyo moral a los palestinos… para preservar la identidad islámica de Jerusalén, la venerada “Al Qods”, convertida por Israel en 1980 en su capital, “unificada y eterna.

Sobre este conflicto, que ha provocado hasta cinco guerras abiertas entre Israel y los vecinos países árabes, además de las “intifadas” palestinas, se han escrito centenares de libros desde diferentes perspectivas históricas y políticas. Nada ni nadie ha sido capaz de encontrar una vía que conduzca a la paz, por muchos intentos que se han producido, la mayoría de ellos protagonizados por Estados Unidos. Y lo más probable es que las cosas sigan como están durante mucho tiempo aún. De todas formas, lo que llamamos “Comunidad internacional”, ha llegado a un consenso de equidistancia: la solución de los dos Estados en un mismo suelo en disputa. En la época de Yaser Arafat se llegó incluso, a un principio de solución basado en la partición, lo que significaba de hecho una vuelta a los orígenes de Israel propuesta por la ONU y que fue rechazada por los países árabes. Fueron las famosos acuerdos de Oslo de 1993, que siguieron a la histórica Conferencia de Madrid en 1991… y que hoy son papel mojado.

Resulta llamativo que la proclamación de Jerusalén como capital de Israel en 1980 no provocase tanta indignación entre los palestinos como la decisión de Donald Trump de romper el consenso internacional de no reconocer aquella cacicada judía y de trasladar su embajada en Tel Aviv a la “nueva” capital. Tampoco deja de ser curioso que esta iniciativa de Trump, prevista en su programa electoral, haya consistido tan solo en el cumplimiento de una decisión adoptada por el Congreso de los Estados Unidos en 1995. Es decir, nada nuevo bajo el sol.

Y, sin embargo… ¿Qué ha pasado, en realidad? ¿Por qué Trump ha roto la baraja que sus antecesores manejaban desde 1967 para hacer magia como mediadores y conciliadores? ¿Es que Trump no tiene asesores y servicios de inteligencia suficientemente informados para prever la oleada de violencia que podría desencadenar tal decisión? Hasta el moderadísimo Mohamed VI de Marruecos, que preside el Comité Islámico Al Qods dedicado a proteger la Explanada del Templo donde se alzan el Domo y la mezquita de Al Aksa, advirtió al presidente norteamericano de que su iniciativa podría sublevar a más de mil millones de musulmanes en todo el mundo. Sin contar el terrorismo…

Pues nada: Trump ha sido coherente con sus promesa electoral y se ha echado al monte a esperar… ¿Esperar qué? ¿A que se calmen los palestinos? ¿Y qué pasa con sus aliados, Arabia Saudita, los emiratos del Golfo, Egipto, Marruecos…, todos ellos unidos en la defensa de Al Qods? Bien, de momento la Liga Arabe y la Organización de Estados Islámicos que ahora quisiera liderar Turquía, se han limitado a declarar “nula” la decisión de trasladar la embajada americana y han dejado para otra ocasión un eventual boicot –imposible por otra parte- a los productos americanos.

¿Por qué? Porque en el horizonte del Cercano Oriente hay otros nubarrones que puede descargar en cualquier momento. Ahí está la disputa hegemónica de Irán y Arabia Saudita, enzarzados en una guerra intermedia en Yemen; ahí está la amenaza de Trump de romper el acuerdo sobre energía nuclear con Irán… Y ahí está Rusia, triunfante en Siria, que aspira a relevar a Estados Unidos en su alterada misión mediadora.

Una inmensa incógnita geoestratégica se esconde tras los nubarrones. Es decir, las cosas pueden ir a peor. Y de ello es muy consciente el Papa Francisco que tan audaz iniciativa tomó al invitar al palestino Mahmud Abbas y al judío Simon Peres a rezar juntos y plantar un árbol de la paz en los jardines del Vaticano… De una cosa estoy seguro: a los judíos, por muy agnósticas que sean las nuevas generaciones, no se les pegará la lengua al paladar, porque no olvidarán nunca “su” Jerusalén. Pero tampoco a los palestinos.

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