A la sombra mediática de la Copa Confederaciones y en vísperas de la Jornada Mundial de la Juventud, Brasil se ha convertido en centro de atención informativa a causa de las movilizaciones masivas en torno a la sede del Gobierno en Sao Paulo, alentadas por el movimiento de descontento ciudadano de los indignados. Una reacción, no exenta de conflictos, que se produce en un país que representa una de las esperanzas de la economía mundial y en el que los gobiernos de una izquierda sensata han enarbolado la bandera del progreso social sin renunciar a un fuerte crecimiento. El motivo inmediato de las movilizaciones ha sido la propuesta de subida de tasas en el trasporte público. Pero las causas profundas oscilan entre la desafección de los ciudadanos y el miedo a la pérdida del Estado de bienestar para determinados grupos sociales. Una desafección, en un momento de incertidumbre, que es más aguda en países en los que las diferencias entre ricos y pobres son más grandes. Parece que los indignados se han globalizado, postulando una alternativa fuera del sistema para la regeneración de la democracia. La Presidenta brasileña, Dilma Rousseff, ha respondido con un programa de mejora de servicios públicos y gobernanza responsable. Pero, allí como aquí, se requiere algo más que técnica económica y política: es precisa una nueva vertebración social y cultural que permita un nuevo diálogo entre sociedad civil y liderazgo político.