En plena eclosión de casos de corrupción, dos informes han venido a coincidir para ofrecer otra faceta de la realidad social que debería introducirse de lleno en la urgente y necesaria regeneración moral y política. Por un lado, el Instituto Nacional de Estadística anuncia el comienzo de un cambio de ciclo en la pirámide demográfica al producirse ya más defunciones que nacimientos. Por otro, Cáritas y la fundación Foessa advierten que dos tercios de la población española están amenazados por alguno de los 35 factores que determinan la exclusión social. Los efectos más graves de la crisis económica, considerados como de “exclusión severa”, alcanzan a la cuarta parte de la población. Este demoledor informe llega a una primera conclusión: que el mero crecimiento económico no genera la equidad y son necesarias políticas sociales y redes de solidaridad de la propia sociedad civil.     Escribe el Papa Francisco en su ensayo sobre “Corrupción y pecado”, que cuando el corrupto tiene poder, trata de buscar la complicidad de los que le rodean, en una especie de proselitismo dentro de un ambiente de triunfo social. Hoy es evidente el desgaste del ideal del bien común que se refleja en los niveles de exclusión, y también en el envejecimiento acelerado de la población, que responde a la desconfianza respecto al futuro. Sin embargo, la propia reacción de irritación y hartazgo que se está produciendo en la sociedad ante los casos de corrupción demuestra que la inmensa mayoría mantiene vivo el ideal de la ejemplaridad.