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Críticas de los estrenos de cine del 15 de marzo

Análisis de los estrenos de cine de esta semana: Jerónimo José Martín y Juan Orellana comentan “Amor y letras”, “Anna Karenina”, “Jack el Caza Gigantes”, “Días de pesca en Patagonia”, “El chico del periódico”, “A puerta fría”, “Spring Breakers”, “The Art of Flight”, “Món Petit (Mundo pequeño)” y “Pequeñas voces”.

Anna Karenina

Anna Karenina

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Tiempo de lectura: 13'Actualizado 26 may 2017

Amor y letras (Liberal Arts) **** (8,5). Después de triunfar y hacerse famoso con su papel de Ted Mosby en la serie televisiva “Cómo conocí a vuestra madre”, el actor de Ohio Josh Radnor sorprendió a todos con su primer largometraje como guionista y director, “Happythankyoumoreplease”, espléndida tragicomedia romántica, con la que ganó el Premio del Público en el Festival de Sundance 2010. Ahora se consolida como el nuevo Woody Allen —pero en clave optimista y trascendente— con “Amor y letras”, otra magnífica tragicomedia romántica, que también escribe, produce, dirige e interpreta.

Esta vez, Radnor da vida a Jesse, de 35 años, culto y desastrado, que trabaja como profesor de Literatura en la Universidad de Nueva York y no acaba de encontrar su ritmo vital. La oportunidad le llega cuando viaja a Ohio, a la universidad donde estudió, para asistir al homenaje a uno de sus maestros más queridos, el recién jubilado profesor Hoberg (Richard Jenkins). Allí, Jesse rememora sus ilusionados tiempos universitarios, descubre la triste realidad de su admirada profesora Fairfield (Allison Janney) y conoce a una joven estudiante de segundo de Literatura, Zibby (Elizabeth Olsen), inteligente, vitalista y aparentemente muy madura para su edad. Enseguida, la sintonía entre ambos se transforma en enamoramiento, lo que genera en Jesse un peliagudo dilema moral, pues pesan en su conciencia los dieciséis años de diferencia entre él y Zibby, y sobre todo su propia perplejidad ante esa cosa llamada amor…

Por fuera, “Amor y letras” goza de la frescura narrativa e interpretativa de otras recientes producciones “Indie”, como “Pequeña Miss Sunshine”, “Lars y una chica de verdad”, “Juno”, “Once” o “The Visitor”. Y, como ellas, va acompañada por una sensacional banda sonora —aquí, de Ben Toth—, completada por una excelente y generosa selección de música clásica y moderna, empleada siempre con un eficacísimo sentido dramático. Radnor deja que la cámara se enamore de sus entrañables personajes, y ellos cautivan al espectador gracias a las excelentes interpretaciones de todos los actores, y especialmente de Elizabeth Olsen y el propio Radnor.

En cualquier caso, lo mejor del filme y lo que da entidad a todo lo demás, es su sólido guión, riquísimo en referencias literarias y artísticas, sin atisbo de cinismo o frivolidad, y cargado con mucha emoción de verdad. A través de él, Radnor rinde homenaje a la profesión docente y a la buena literatura —“El mundo está tan mal porque la gente lee libros muy malos”, asegura su personaje— y, sobre todo, desarrolla una incisiva y sutil radiografía de la inmadurez afectiva de tantos jóvenes —afectados por el famoso síndrome de Peter Pan—, al tiempo que establece dos profundas coordinadas de la madurez: el autocontrol de los propios instintos y la apertura a los demás, incluido a Dios. “En mi película —señalaba Josh Radner a Juana Samanes en una entrevista para “13TV”—, se muestra el contraste entre la hondura de la música clásica, los viejos poemas de amor, las cartas manuscritas… y la superficialidad del email, el facebook, el twitter… Es lo que mi personaje echa de menos de sus tiempos universitarios, y lo que recupera en cierta medida. El mensaje es que hay que vivir las cosas con más profundidad, con relaciones más personales, cariñosas e inocentes, que vayan más allá de la simple atracción sexual y del ansia por satisfacerla inmediatamente. Al revés de lo que es habitual hoy día, aquí propongo conocer al ser amado emocionalmente antes que físicamente”. Y concluía: “En muchas películas, el romance se describe desde la fantasía, como si todos los problemas se fueran a resolver a través del amor. Sin embargo, una relación real no es así. La vida real te enseña que debes mirar a través de los ojos de la persona amada. Eso no te ahorra el dolor, pero te abre una perspectiva más lúcida, de la que puedes aprender. Una buena relación es difícil, pero muy enriquecedora. Y eso me parece más real que cualquier clase de fantasía”.

En cuanto a su fascinante acercamiento a la religión, Radnor —de familia judía— también nada a contracorriente. En una entrevista que me concedió para “COPE”, señaló lo siguiente: “Si uno cree en Dios —y yo creo en él—, no lo ve sólo en ciertos espacios, como las iglesias o la naturaleza. Si Dios es omnipresente, está en todos lados: en las habitaciones de hotel, en los taxis, en el cielo... Al menos, ésa es la experiencia de mi conciencia… o de mi falta de conciencia. Por eso, mis dos películas como director muestran personajes que viven situaciones muy cotidianas, pero que podríamos calificar como experiencias de gracia. Alguien dijo que ‘un milagro es un cambio de percepción’. Me gusta esa idea. De ahí que muestre en mis películas esos momentos en que lo más cotidiano se transforma en un milagro”. Este certero enfoque le distancia de Woody Allen, aunque reconoce al veterano cineasta neoyorquino como uno de sus referentes principales: “No quiero compararme con él —me aseguraba en la citada entrevista—, pues es un auténtico genio, que ha dirigido más de cuarenta películas... En todo caso, él tiene una visión muy caótica del mundo: sus películas muestran mucha ansiedad, ausencia de sentido, perplejidad… Por el contrario, yo sí creo que existe un gran orden en el mundo. Quizás no lo vemos, pero está ahí. Por eso, mis dos películas como director tienen un cierto enfoque místico y metafísico”.

Todos estos sugerentes enfoques enriquecen muchísimo “Amor y letras”, en la que Radnor recuerda aquella famosa cita de la “Oda a una urna griega”, de John Keats, “La verdad es belleza, y la belleza es verdad”, y hasta se atreve a reflexionar sobre los supuestos conflictos entre el amor humano y el divino, concluyendo que, en realidad, “el amor divino es el único que existe”. Casi nada. J. J. M.



Anna Karenina **** (7,5). Son muchas las versiones cinematográficas, televisivas y teatrales que se han hecho de “Anna Karenina”, la famosa obra del ruso León Tolstoi, siendo la de Clarence Brown, con Greta Garbo, la adaptación más canónica y redonda desde el punto de vista cinematográfico. En 1997, Bernard Rose rodó la primera versión moderna para la gran pantalla, con Sophie Marceau en el papel protagonista. Ahora el londinense Joe Wright (“Orgullo y prejuicio”, “Expiación”, “El solista”, “Hanna”), que en cierto modo parece el nuevo James Ivory del siglo XXI, opta por distanciarse de los cánones clásicos de sus predecesoras, y ofrecer una puesta en escena original, basada en el espacio físico teatral, pero dilatado por la magia del cine.

El argumento es muy fiel a la historia original: en la Rusia de fines del siglo XIX, la aristócrata Anna Karenina sucumbe a una pasión adúltera que le lleva a la autodestrucción. Sin embargo, frente a unas lecturas más feministas de la obra, el guión de Tom Stoppard (“El imperio del sol”, “Vatel”) subraya el delirio irracional de esta mujer, y la injusticia infringida a su marido. También los aspectos religiosos aparecen con más personalidad que en otras versiones. Keira Knightley es una actriz excelente, aunque no llega a alcanzar la intangibilidad que mostró la “divina” en la versión sonora de 1935. Alekséi Karenin adquiere más ternura de la mano de Jude Law, y la madre del Conde Vronsky está convincentemente interpretada por la brillante Olivia Williams.

Lo más interesante es indudablemente el aspecto visual del filme: su puesta en escena, sus curiosas coreografías, su dirección artística y su iluminación. J. O.



Jack el Caza Gigantes (Jack the Giant Slayer) *** (6,5). En un reino mítico crecieron simultáneamente, pero en ambientes muy distintos, dos jóvenes valientes, imaginativos y rebeldes. Jack (Nicholas Hunt) es un pobre granjero fascinado desde niño por los libros, sobre todo por las viejas leyendas sobre las luchas entre hombres y gigantes. Esas mismas leyendas marcaron la infancia de la Princesa Isabelle (Eleanor Tomlinson), la aguerrida hija del Rey Brahmwell (Ian McShane), que no quiere casarse con el principal asesor de su padre, el intrigante Roderick (Stanley Tucci), y que ansía perderse entre sus súbditos y vivir aventuras. Tras un fugaz encuentro fortuito, Jack e Isabelle compartirán destino cuando ella acabe prisionera en el aéreo reino de los gigantes, después de que una mágica habichuela germine accidentalmente y abra un camino para que los agresivos colosos bajen de nuevo a la tierra. Intentarán impedirlo y rescatar a la princesa el propio Jack y un grupo de soldados del rey, comandados por Elmont (Ewan McGregor), el oficial mayor del reino, al que también acompañan Roderick y su secretario Wicke (Ewen Bremmer).

Después de triunfar con “Sospechosos habituales” y consolidarse en Hollywood con “X-Men”, “X-Men 2”, “Superman Returns” y “Valkiria”, el neoyorquino Bryan Singer sale airoso del desafío de adaptar el popular cuento tradicional y anónimo de “Las habichuelas mágicas”. Pesa un poco su excesivo recurso a los efectos digitales —también estereoscópicos—, así como la cierta falta de chispa —cómica y dramática—, del guión de Mark Bomback, Darren Lemke y Christopher McQuarrie, que se queda corto en su imitación del tono desenfadado de “La princesa prometida”, el romanticismo de “Lady Halcón” y el aliento épico de “El Señor de los Anillos” o “Las Crónicas de Narnia”. Además, aunque emplea a menudo la elipsis, el hiperrealista diseño de los gigantes y su cruel violencia hacen la película poco apropiada para los más pequeños. En todo caso, Singer y el reparto cumplen, la espléndida música de John Ottman añade vigor a la constante acción, y queda así una película vistosa, entretenida y positiva en su elogio de las virtudes básicas. J. J. M.


Días de pesca en Patagonia *** (7). Desde que hace una década sorprendiera a todos con “Historias mínimas”, el argentino Carlos Sorín viene desarrollando un tipo de cine sencillo, humanista y entrañable, que hace honor al título de esa película y que, en cierto modo, revitaliza la cautivadora autenticidad del neorrealismo italiano y sus posteriores actualizaciones. Después de “Bombón, el perro”, “Camino a San Diego” y “La ventana”, Sorín sigue fiel a su estilo en “Días de pesca en Patagonia”, quizás la gran olvidada en el palmarés del Festival de San Sebastián 2012.

Esta vez sigue los pasos de Marco (Alejandro Awada), viajante comercial y ex alcohólico cincuentón, al que su médico le sugiere que cambie de vida y busque un hobby para desintoxicarse. Marco elige la pesca del tiburón y, para practicarla, viaja a Puerto Deseado, un pequeño pueblo de la Patagonia, muy cerca de donde vive su hija Ana (Victoria Almeida), a la que no ve desde hace años.

Sorín desarrolla esta bella historia de redención y reconciliación —similar a la narrada por David Lynch en “Una historia verdadera”— con su sereno minimalismo habitual, sin prisas pero sin pausas, con un hipnótico pulso narrativo, dejando que su incisiva cámara se empape de la agreste belleza de los paisajes que muestra y de la desbordante humanidad de los variopintos personajes —una boxeadora y su entrenador, un trío de jóvenes aventureros, un patrón de pesca, la familia de su hija…— que se cruzan en el camino del protagonista, la mayoría de ellos interpretados por no actores. Alejandro Awada sí que es actor, pero no lo parece, pues su espléndida caracterización rezuma la misma veracidad durante el doloroso desvelamiento de las profundas heridas de su personaje.

Se le puede reprochar a Sorín una excesiva parsimonia en ciertos pasajes, un recurso excesivo a la música de su hijo Nicolás Sorín e incluso una puesta en escena menos cuidadosa que en otras ocasiones. Pero logra plenamente su objetivo de conmover al espectador con esta bella exaltación del cariño familiar, el arrepentimiento y el perdón, presentados como las mejores armas para combatir el destructivo individualismo dominante. J. J. M.



El chico del periódico (The Paperboy) ** (4,5). Lee Daniels es un director afroamericano muy marcado por su brutal infancia, la intolerancia de su padre y su temprana homosexualidad. Esta dureza biográfica está reflejada en sus películas, como “Precious” o “Monster’s Ball”, esta última producida por él. “El chico del periódico” se basa en la una novela homónima de Peter Dexter, y tiene el mismo tono duro, desabrido y desagradable de las anteriores. El argumento se centra en dos hermanos: Ward Jansen (Matthew McConaughey), un periodista de campo del diario local “The Miami Times”, y Jack (Zac Efron), quien acaba de abandonar sus estudios universitarios y vive en una pequeña ciudad en el centro de Florida con el insufrible padre de ambos, W. W. Jansen (Scott Glenn), a punto de volver a casarse. Un día, Ward aparece con su compañero de trabajo, Yardley Acheman (David Oyelowo), para investigar una historia para su periódico: Charlotte Bless (Nicole Kidman), una enigmática mujer solitaria que escribe a presos en el corredor de la muerte, les ha convencido de que Hillary Van Wetter (John Cusack), un desagradable cazador de cocodrilos, ha sido condenado erróneamente por asesinato. Entre todos tratarán de saber la verdad.

Típica historia de la “América profunda”, de una sordidez extrema, que trata de personajes torturados y tortuosos. Drogas, homosexualidad oculta, sexo pervertido, alcohol, violencia, suciedad… son los ingredientes que componen los vericuetos de la psicología de nuestros personajes. Se supone que Jack quiere encarnar la inocencia, la mirada más limpia de todas, y sucumbirá al escepticismo tras grandes dosis de violencia y horror. Desde el punto de vista de una historia periodística, el filme parece señalar que para conocer la verdad hay que descender a menudo a los infiernos, y ser tocado indefectiblemente por él. A pesar de la fuerza de la narración, el oficio de Daniels y la altura de los intérpretes, estamos ante un resultado demasiado desagradable para el espectador. J. O.


A puerta fría *** (6). Salva (Antonio Dechent) se lamenta en la barra del bar del hotel donde se celebra la feria más importante del sector electrónico. Cincuentón, quemado, solitario y con dos hijos que no he visto crecer, ha pasado de vendedor estrella de su empresa a la amenaza de despido de su agresivo jefe actual (José Luis García Pérez) si en dos días no cierra al menos doscientas unidades de sus productos. Sentado junto a él, Carmelo (Héctor Colomé), su antiguo jefe, que ahora sobrevive como puede. Ambos contemplan atónitos el relevo generacional y la deslealtad de unos ejecutivos que se muestran indiferentes con aquellos empleados que ayer eran imprescindibles. El inesperado encuentro con Inés (María Valverde), una guapa y avispada azafata, quizás le ayude a acceder al gran cliente, Mr. Batterlworth (Nick Nolte), que se mantiene atrincherado en su suite, a puerta fría.

Tras debutar en 2003 con la fallida “Noche de fiesta”, el barcelonés Xavi Puebla subió algunos enteros en 2008 con “Bienvenido a Farewell-Gutmann”, patético drama en torno a tres empleados de una empresa farmacéutica que luchan por hacerse con el puesto de su cruel jefe, recién fallecido. Ahora insiste en la deshumanización de los ambientes laborales en A puerta fría, que ganó el Premio de la Crítica y la Biznaga de Plata al mejor actor (Antonio Dechent) en el Festival de Málaga 2012. Su tono es de nuevo pesimista y puntualmente sórdido, con una visión muy desencantada de la crisis económica y moral que atenaza a los países occidentales. De todas formas, esta vez el guión del propio Puebla y Jesús Gil enriquece su discurso crítico con más elementos dramáticos de interés, desplegados con buen ritmo a través de situaciones y diálogos sustanciales que permiten el lucimiento de todo el reparto. Destacan, sin duda, Antonio Dechent y María Valverde, que protagonizan un duelo interpretativo de alto voltaje en un tono sorprendentemente contenido. No es la maravilla de las maravillas, pero es contundente, está por encima de la media y recuerda a ratos a películas como “Glengarry Glen Rose”, “In Good Company”, “Casual Day”, “Margin Call” o “Company Men”. J. J. M.


Spring Breakers * (3). Experto en extrañezas, el director de cine californiano Harmony Korine (“Gummo”, “Julien Donkey-Boy”, “Mr. Lonely”, “Trash Humpers”) afronta en “Spring Breakers” un proyecto desmelenado que aprovechan muchas “chicas Disney” para arruinar su imagen de “niñas buenas”, generada por sus años de trabajo en el Disney Channel. Algunas, como Vanessa Hudgens, ya había hecho añicos esa imagen hace tiempo, pero otras, como Selena Gómez, han esperado a esta sonada ocasión.

El argumento es muy sencillo: cuatro amigas, Faith (Selena Gomez), Candy (Vanessa Hudgens), Brit (Ashley Benson) y Cotty (Rachel Korine) reúnen dinero para el viaje de vacaciones de Semana Santa atracando un puesto de comida rápida. Pero, además, durante una noche de desparrame, las chicas son arrestadas por posesión de drogas. Estando en la cárcel solo con sus bikinis, son liberadas inesperadamente por Alien (James Franco), un mafioso local que paga su fianza y que a cambio se las lleva a las vacaciones más salvajes de su vida.

Se equivoca el que quiera ver en el filme una crítica social, un diagnóstico de una juventud sin padres o un reclamo a la emergencia educativa. Durante su paso por Madrid, el director lo ha dejado bien claro. La película sólo quiere contar las vacaciones locas de esas chavalas descerebradas. Preguntada Selena Gómez por su personaje, que pertenece a un grupo religioso, y que abandona a sus amigas por presuntos problemas de conciencia, contesta con claridad: “El conflicto, el dilema que está viviendo mi personaje no tiene nada que ver con la religión ni con Dios”. En definitiva, la película, al decir de sus autores, es menos de lo que aparenta. Es un simple coctel de sexo, drogas y alcohol, que no quiere ser más que eso. Un subproducto nacido para ir directamente al cubo de la basura. J. O.


The Art of Flight ** (5,5). Sólo en salas con proyección en 3D estereoscópico se estrena este impactante documental del estadounidense Curt Morgan (“That’s It, That’s All”, “Red Bull Young Jaws”), que registra las hazañas llevadas a cabo durante dos años por el famoso snowboarder Travis Rice y sus amigos en diversas montañas nevadas de Alaska, Wyoming, Aspen, Chile y Argentina. La película ofrece secuencias muy espectaculares, pero repetitivas para los no expertos en este deporte, y sólo ilustradas por una etérea narración en off y escuetas entrevistas, que se limitan a subrayar el mérito de superar los límites de la naturaleza y la importancia de encontrarse a uno mismo en ese empeño, casi como si el snowboard fuera una religión. De hecho, lo más profundo del guión es la idea de que “la única manera de aprender es salir y hacerlo”. Eso sí, el documental no oculta los grandes riesgos de este deporte —está dedicado “a los que hemos perdido haciendo lo que aman”— y va aderezado con una buena selección de canciones New Age y de otros estilos. J. J. M.


Mundo pequeño (Món petit) *** (6). Albert Casals es un joven de 20 años que se propone un viaje imposible: llegar hasta el punto del planeta más alejado de su casa. Y hacerlo a su manera, casi sin dinero ni equipaje, y en silla de ruedas, tan sólo con la compañía de su novia Anna. ¿Es posible cruzar el mundo, de Barcelona a Nueva Zelanda, en esas condiciones?

Este singular y premiado documental del barcelonés Marcel Barrena (Cuatro estaciones) relata la aventura de Albert y Anna, al tiempo que rememora la historia de este chaval con fuerte personalidad: la leucemia que le inutilizó las piernas cuando tenía cinco años, sus viajes en solitario por todo el mundo desde los catorce años —relatados por él mismo en diversos libros—, su romance con Anna, su filosofía de vida y la educación que ha recibido de su familia, en las antípodas de la sobreprotección dominante. Todo ello, a través de las autofilmaciones de Albert y Anna durante su alucinante periplo, aderezadas con entrevistas a ellos mismos, sus padres, amigos y amigas, y uno de los médicos que le atendió.

Ciertamente, el tono de la película es un tanto ácrata y hedonista, complaciente respecto a las relaciones entre Albert y Anna —aunque también muestra alguna sombra—, y quizás demasiado comprensiva respecto a sus aptitudes para colarse en los sitios más insospechados. De todas formas, sobre este enfoque, se impone el elogio del incansable afán de superación de Albert, de su incombustible optimismo y del constante apoyo de sus familiares. En este sentido, la película exalta una certera actitud ante el sufrimiento, humanamente conmovedora y, en cierto modo, abierta a la trascendencia, aunque el único pasaje donde se afronta directamente la religión resulta más bien grotesco. En todo caso, este documental obliga a cuestionarse las propias prioridades y a replantearse el propio estilo de vida. J. J. M.



Pequeñas voces *** (7). “Si escucháramos a los niños podríamos callar el sonido de las balas” fue uno de los lemas de la Comisión Colombiana de Derechos Humanos. En este original e impactante documental de animación —dirigido por Jairo Eduardo Carrillo (“Dios los junta y ellos se separan”) y codirigido por Óscar Andrade (“Frágil”)—, cuatro chavales de entre 9 y 12 años relatan cómo era su vida en las zonas rurales de Colombia, y cómo la violencia los expulsó hacia Bogotá.

El padre de Margarita fue secuestrado; a la familia de Pepito la obligaron a abandonar su casa; John perdió una mano y una pierna; Juanito marchó engañado a combatir a la selva. Mientras las voces infantiles componen un relato coral trágico y oscuro, sus historias son ilustradas con dibujos realizados por los niños, animados con una sorprendente variedad de técnicas. Todo ello, sin tomar más partido que el del amor familiar y el de la apremiante llamada a detener toda violencia; porque, como dice uno de los niños, “cualquier hombre armado inspira terror”.

En Colombia, algunos han criticado esta película por considerar que da una imagen demasiado desoladora de su país y por mostrar la ciudad como tabla de salvación. En todo caso, se trata de una producción valiosa, cercana en su planteamiento de fondo a la reciente “Los colores de la montaña”, de Carlos César Arbeláez. Además, está resuelta con una encantadora animación limitada en 3D y deja hablar a algunos de ese más de un millón de niños que, según los escalofriantes datos de UNICEF, se han visto desplazados por culpa de la endémica violencia que asola Colombia desde hace décadas. J. J. M.

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