México no descansa desde el pasado martes 19. Los equipos de rescate siguen retirando escombros con la esperanza de encontrar supervivientes y los centros de acopio siguen recibiendo víveres porque son miles los que han salvado la vida, pero no sus casas ni pertenencias. La cifra de fallecidos alcanza ya los 250 y calculan los expertos que podría llegarse a los 500.

Hace 32 años, el entonces Distrito Federal sufrió un terremoto que se cobró la vida de más de 10.000 personas. Hoy, la Ciudad de México cuenta con mejores infraestructuras, ha instalado alarmas sísmicas y ha controlado las edificaciones. No sucede lo mismo en Puebla y Morelos, y mucho menos en los estados de Oaxaca y Chiapas, afectados por el terremoto del pasado 7 de septiembre. En estos estados, las normas relativas a la construcción, licencias para las obras públicas o concesiones para construir escuelas y hospitales dejan mucho que desear.

Frente a este caos normativo, alentado por la corrupción y el desvío de fondos, la sociedad mexicana, a veces apática y bastante desconfiada, se está revelando ejemplar ante un desastre que es mayúsculo. México resurgirá como lo hizo en 1985. La cuestión es saber cómo y hacia dónde va a conducir este gran pueblo toda la energía de la que estamos siendo testigos.